Quien
busca el bien de la persona y pone corazón en lo que hace estará siempre
cumpliendo lo que es la ley del Señor, la voluntad de Dios que es nuestra
felicidad
Deut. 4, 1-2. 6-8; Sal. 14; Sant. 1, 17-18.
21b-22. 27; Mc. 7, 1-8a. 14-15. 21-23
‘Lo sé’, nos responde nuestro interlocutor cuando le hacemos
ver una cosa. Lo sabe, pero no hace nada. Luego el saber tiene que entrañar
algo más que tener conocimiento de algo; la sabiduría no es simplemente saber
cosas, ser erudito en muchos temas, sino que la sabiduría está en un vivir, en
un sentido de vivir; aquellos conocimientos que he adquirido, que la misma vida
me ha ido dando, nos dan una nueva amplitud de la mente, pero que no se queda
ahí sino que nos impregna, nos da un nuevo sabor y sentido a nuestro corazón.
Puede sucedernos también que hasta
hacemos muchas cosas buenas, pero les puede faltar algo por dentro, porque se
han convertido en una rutina más de nuestra vida y las hacemos porque siempre
se ha hecho así, porque es una tradición, porque todo el mundo lo hace, pero no
ponemos corazón en lo que hacemos, no ponemos vida, lo hacemos con frialdad, al
final no sabemos por qué las hacemos. Podemos terminar siendo dependientes o
esclavos del tener que hacer algo pero no le hemos encontrado su sentido profundo.
Hemos de saber encontrarle el sentido a lo que hacemos para que entonces
pongamos corazón. Necesitamos, pues, también ser más reflexivos en la vida.
Y creo que a esto es a lo que nos
quiere ayudar el evangelio que hoy escuchamos. Vienen muy preocupados algunos
fariseos y escribas a plantearle a Jesús por qué sus discípulos no siguen la
tradición de sus mayores. Todo iba por aquel sentido de pureza que ellos tenían
en que poco menos que se quedaba en una pureza legal; hacer las cosas porque es
una tradición, hacer las cosas por un cumplimiento, o de lo contrario estamos
contrayendo una impureza.
Aquí van planteando el tema de lavarse
o no lavarse las manos antes de comer. No es una cosa mala, es una buena
costumbre higiénica; mira cómo ahora en estos tiempos de pandemia y peligros de
contagio nos lo recomiendan encarecidamente. Pero se había convertido en una
ley y hasta le habían dado un sentido religioso, formaba parte para ellos ya de
la ley de Moisés. Y ahora ponen el grito en el cielo porque los discípulos de
Jesús no cumplen según ellos con esas costumbres. Venir con las manos manchadas
de la plaza significaba que habían podido tocar algo que se considerara impuro,
y así entraba la impureza en el corazón de la persona.
Jesús viene a decirles que la impureza
no viene de fuera sino que sale del corazón porque es en el corazón donde
tenemos los malos deseos y las malas intenciones. Y claro nuestros labios
hablarán lo que llevamos en el corazón, nuestros comportamientos externos y
nuestras actitudes reflejarán lo que llevamos dentro de nosotros. Si en nuestro
corazón hay maldad, malicia, con esa maldad y malicia vamos a actuar contra los
demás. Por eso Jesús nos está pidiendo esa pureza de nuestro corazón del que
hemos de desterrar todo mal deseo.
Les recuerda Jesús lo que ya había
dicho el profeta Isaías: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina
que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para
aferraros a la tradición de los hombres’.
Es la profundidad que hemos de saberle
dar a nuestra vida. Y ahí está la verdadera sabiduría que nos ayudará a
descubrir lo que en verdad el Señor quiere de nosotros. Lo que hacemos y lo que
vivimos ha de tener un sentido, hemos de darle una verdadera profundidad, hemos
de poner en ello todo nuestro corazón. No se trata de ser cumplidores sino de
darle plenitud a aquello que hacemos y que vivimos. Como decíamos antes,
podemos hacer incluso cosas buenas pero no le ponemos el calor de nuestra
humanidad.
Hoy se nos ha dicho en el libro del
Deuteronomio que los mandamientos del Señor son nuestra Sabiduría. ‘Esa es
vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, los cuales
cuando tengan noticia de todos estos mandatos, dirán: Ciertamente es un pueblo
sabio e inteligente, esta gran nación’. Porque los mandamientos del Señor
no son un yugo pesado que se nos impone y del que no nos podemos liberar, sino
que son como el cauce y el camino que lleva a la plenitud de su ser a toda
persona.
Nunca el mandamiento del Señor nos
coarta en lo más hondo de nosotros mismos sino que nos hace vivir la vida en la
mayor plenitud. Es la gloria del Señor lo que buscamos, pero será siempre
buscando el bien del hombre, de toda persona, y los mandamientos es eso lo que
tratan de preservar. Quien busca el bien de la persona estará siempre
cumpliendo lo que es la ley del Señor, lo que es la voluntad de Dios que es
nuestra felicidad.
Pongamos corazón en lo que hacemos y
vivimos y nos sentiremos en plenitud.
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