Nuestra
verdadera autoridad tenemos que mostrarla desde la autenticidad de las obras
del amor que realicemos fundamentados en la fe que tenemos en Jesús
Números 24, 2-7. 15-17ª; Sal 24; Mateo 21,
23-27
¿Quién eres tú para hablarme así?
¿Quién eres tú para decirme eso? ¿Quién te crees que eres? Reacciones así
habremos escuchado más de una vez, o tal vez hasta nos lo han echado en cara
cuando quizá quisimos intermediar y poner paz entre dos que se consideraban
enemigos irreconciliables, cuando alguien con inquietud dentro de su corazón
saltó porque aquella injusticia no la podía soportar o aquel mal trato que le estuvieran
dando a una persona determinada.
Muchos ejemplos podríamos poner. Muchas
frases que quieren desautorizar, muchas actitudes o posturas que quieren hacer
lo que les da la gana y no soportan que alguien quiera pararles los pies y
poner un poco de orden. Siempre ha sucedido; se quita autoridad o se
desprestigia al que actúa con autoridad, en el fondo no se quiere aceptar la
propia metedura de pata y buscamos subterfugios sea como sea para que no haya
nadie que quiere poner orden.
Así hacían con Jesús o trataban de
hacer con Jesús. Las autoridades judías en cierto modo se sienten interpeladas
por lo que Jesús enseña al pueblo y no lo pueden soportar. Por eso quieren
quitar autoridad, desprestigiar, pero Jesús no depende de esos prestigios
humanos ni de la aprobación o no que los otros quieran darle a Jesús. Si hoy en
el evangelio vemos que sobre todo los jerarcas dentro del pueblo de Israel
quien desprestigiar o quitar autoridad a Jesús, por otra parte hemos visto que
ante la gente sencilla Jesús se presenta con autoridad y la gente sencilla lo
reconoce. ‘¡Qué autoridad tienen sus palabras!’, se dicen unos a otros. Se
dicen otros. ‘¡Nadie ha hablado con tanta autoridad!’
Pero es que cuando caemos en esa
pendiente de confusionismo al final estamos tan liados que hasta nos
contradecimos a nosotros mismos, estamos tan confundidos que ya no sabemos ni
en qué ni en quien apoyarnos para lo que hacemos o decimos. Es la trampa en que
caen cuando vienen a preguntarle a Jesús por su autoridad, porque Jesús les
devuelve la pregunta haciendo una referencia a Juan. El pueblo admiraba a Juan
aunque no habían tenido el valor para defenderlo cuando Herodes quiso quitárselo
de encima. Y ahora Jesús les pregunta cuál era el valor de las palabras y de
los gestos de Juan, al que, por cierto, ellos tampoco habían querido escuchar.
Se veían en la trampa de tener que comerse sus propias palabras o podían
callarse y dar la huida por respuesta que es lo que intentaron hacer. Por eso Jesús
no entró al trapo con las preguntas y las insinuaciones que le hacían, sino que
siguió actuando con total libertad y valentía.
¿No será eso lo que nos hace falta a
nosotros? porque también nos enredamos y terminamos por no saber lo que
queremos y en quien creemos. Nuestras palabras y nuestros gestos algunas veces
se nos quedan en fantochadas, porque les falta la profundidad de la vida;
simplemente nos dejamos arrastrar por aquello de que esto siempre ha sido así
pero no intentamos preguntarnos por el sentido evangélico que tienen las cosas
que nosotros hacemos o tendríamos que hacer.
Nuestra autoridad se reciente en muchas
ocasiones por la poca sinceridad con que actuamos en la vida, o porque en
ocasiones buscamos apariencias pero que no es una vivencia profunda y sentida
del evangelio.
Nuestra verdadera autoridad tenemos que
mostrarla desde las obras del amor que realicemos fundamentados en la fe que
tenemos en Jesús. Cuando sea claro nuestro compromiso por el amor entonces
estaremos dando verdadera señal de nuestra vivencia del evangelio y estaremos
dando verdadero testimonio de la fe que profesamos.
Cuando nos ponemos de verdad al lado de
los que sufren, a lado de los pobres, al lado de los que padecen injusticia, al
lado de los que son considerados como los últimos de este mundo, entonces
estaremos dando verdadero testimonio de Jesús, estaremos mostrándonos como
verdaderos profetas por la autenticidad de nuestras obras y palabras.
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