Cristo
nos está diciendo que hagamos como hizo María, la que plantó la Palabra de Dios
en su corazón y dio fruto
Gálatas 3, 22-29; Sal 104; Lucas 11,
27-28
Orgulloso se siente el
hijo cuando le piropean a su madre con las mejores alabanzas y orgullosa se siente
la madre cuando alaban las virtudes y los valores del hijo pero señalando que
es un buen hijo de tal madre. Todos nos sentimos orgullosos de nuestra madre;
para nosotros es lo mejor del mundo, de ella hemos recibido siempre el calor
del amor y del cariño y ella ha sido siempre la mejor maestra de nuestra vida.
Siempre descubrimos
algo bonito en nuestra madre, siempre estaremos resaltando sus virtudes y sus
valores, siempre la llevaremos en el corazón y cuando ya no está con nosotros
la idealizamos aun más en nuestro amor porque siempre estaremos recordando
cuanto de ella recibimos.
Quizá cuando nos falta
comprendemos mejor de sus sacrificios, de su entrega, y recordaremos cuando se
quitaba hasta el pan de su boca para dárnoslo a nosotros. Por eso oír hablar
bien de nuestra madre nos llena de orgullo y satisfacción y nuestro corazón
llorará siempre con lágrimas de emoción. Como a la inversa la madre se siente
orgullosa de sus hijos y siempre verá en ellos lo que de ella aprendieron
aunque muchas veces pareciera que costara mucho la enseñanza y formación. Pero
para una madre esos sacrificios y trabajos nunca los sintió como dolorosos sino
como algo que surgía espontáneo del amor que llevaba en su corazón.
Hoy escuchamos en el
evangelio como una mujer anónima levanta su voz en grito para alabar a la
madre. Alaba a la madre por lo que contempla en el hijo; cuando escucha a Jesús,
cuando contempla todo lo que es su obra, cuando ve con detalle toda aquella
humanidad llena de amor que brota del corazón de Cristo en su cercanía y en su
atención a todos, en su misericordia con los pecadores, con los humildes y con
los sencillos y en su compasión llena de amor para con los enfermos, en la
valoración y respeto que tiene con todos y sobre todo con los que son menos
considerados en aquella sociedad como eran la mujeres o como eran los niños, no
puede menos aquella mujer que pensar en la madre que todo eso fue capaz de
trasmitir a su hijo y por eso para ella la
alabanza y la bendición. ¡Dichosa madre que tiene tal hijo! ‘Bienaventurado
el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Dichosa la madre que
te parió, hubiéramos dicho nosotros en un lenguaje más castizo. No era para
menos.
Sí, Jesús tendría que sentir el orgullo
de hijo cuando tales alabanzas eran gritadas en honor de su madre. No rechaza Jesús
aquellas alabanzas, pero sí quiere enseñarnos algo más y se aprovecha de
aquellas palabras para enseñarnos como nosotros podemos ser dichosos y
bienaventurados también. ‘Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra
de Dios y la cumplen’.
Sí, nos está enseñando Jesús que
nosotros podemos ser también dichosos y felices. María lo era, porque ella fue
la primera y la mejor que plantó la Palabra de Dios en su corazón. ‘Hagase
en mi según tu palabra’, le había dicho al ángel. María fue la que tuvo
siempre abierto su corazón a Dios y a lo que era su voluntad. Es, podemos
decir, la primera discípula. Por algo el ángel le diría que era la llena de
Dios, en la que rebosaba la gracia del Señor. Porque María sabía decir Sí,
porque María buscaba en todo momento lo que era la voluntad de Dios, porque
Maria tenia siempre su corazón abierto para escuchar a Dios. Pero no eran solo
palabras que entraban por sus oídos, sino que todo se transformaba en su vida.
Hoy cuando escuchamos este cruce de
alabanzas podíamos decir que Jesús nos está diciendo que seamos como María. Si
María un día les dijo a los sirvientes de las bodas de Caná que hicieran lo que
El les dijera, ahora Cristo nos está diciendo a nosotros que hagamos como hizo
María, la que plantó la Palabra de Dios en su corazón y dio fruto.
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