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domingo, 11 de octubre de 2020

Despertemos, mantengamos vivo y reluciente el traje de fiesta porque nunca se pierda la intensidad de nuestra fe y de nuestro amor

 


Despertemos, mantengamos vivo y reluciente el traje de fiesta porque nunca se pierda la intensidad de nuestra fe y de nuestro amor

 Isaías 25, 6-10ª; Sal 22; Filipenses 4, 12-14. 19-20; Mateo 22, 1-14

¿A quien le amarga un dulce?, se suele decir. ¿Quién rechaza una comida, un banquete de bodas? ¿Quién rehúsa participar en una fiesta que se presenta bastante atrayente? Podríamos decir que en general a todos nos gustan los dulces, nos agrada que nos inviten a una comida o a un banquete, participar en una fiesta. 

Sin embargo sabemos que a veces podemos tener otras preferencias, otras prioridades en la vida; hay personas quizás muy hurañas a las que no les gusta participar en fiestas o en reuniones donde haya mucha gente; también sabemos que a veces ponemos por delante nuestros intereses particulares, nuestro yo antes que encontrarnos con los demás en una comida fraternal; los orgullos nos dominan en ocasiones y nos encerramos en nosotros mismos, sin querer incluso dar explicaciones, pero evitamos aquel encuentro, aquella fiesta, aquella comida que quizá incluso desde el núcleo familiar se había preparado con tanta ilusión de que todos estuviéramos juntos, pero nos negamos a asistir; ya sabemos el llanto de tantas madres que no llegan a ver sentados en una misma mesa a todos sus hijos cuando con tanta ilusión había preparado aquella comida.

Como preámbulo me he hecho estas consideraciones ante la parábola de los invitados a la boda que no quisieron participar que nos propone hoy el evangelio. Cargamos las tintas muchas veces en los que se negaron a participar en el banquete de bodas que el rey había preparado y nos olvidamos que en la vida nosotros también vamos negándonos a muchas invitaciones que se nos pueden hacer desde distintas circunstancias o también en una diversidad grande de sentidos.

Pero aquel rey no se arredró ante la negativa de los invitados sino que la boda y el banquete seguían adelante; por eso envía a sus servidores para que vayan por todas partes, vayan a los cruces de los caminos y traigan a todos los que encuentren para el banquete de bodas de su hijo. La sala del banquete al final se llenó de invitados.

¿Qué nos quiere decir Jesús con esta parábola? Ya entendemos fácilmente que todos estamos invitados al banquete de la vida y de la salvación. Jesús nos está diciendo que el Reino de Dios es como esta invitación al banquete de bodas. Jesús nos está ofreciendo ese banquete de vida porque Jesús se ha ofrecido para la salvación de todos. Y quiere que todos participemos y vivamos esa salvación, esa gracia que El quiere regalarnos.

Y es aquí cuando tenemos que comenzar a preguntarnos por nuestras respuestas. Y no es solo este banquete de vida que es la Eucaristía a la que cada día pero en especial cada domingo somos invitados, somos llamados, sino tenemos que pensar con mayor amplitud y universalidad para escuchar esa invitación al Reino de Dios, para esa respuesta de fe que nosotros tendríamos que dar. ¿Respondemos todos a esa llamada de la fe? ¿Respondemos todos queriendo vivir el Reino de Dios? ¿Respondemos aceptando plenamente el evangelio sin hacernos rebajas y queriendo empaparnos así de sus valores?

Nos damos excusas, por decirlo suavemente. Nos ponemos límites en nuestra respuesta. Miramos primeramente nuestro yo y nuestros intereses y aparecen incompatibilidades en nuestra manera de vivir la vida con lo que nos pide la fe, con lo que nos pide el evangelio ¿y qué preferimos? También nos negamos y queremos hacerlo algunas veces de manera sutil a vivir en plenitud el evangelio, el compromiso de la fe y nos quedamos en cumplimientos superficiales y ocasionales, o vamos abandonando poco a poco el camino de nuestra vida cristiana en la medida en que crece nuestra tibieza que se convierte en frialdad y alejamiento.

Y es aquí donde entra el sentido de la segunda parte de la parábola; algún comentarista nos dice incluso que son como dos parábolas que se han unido en una, por una parte los invitados al banquete de bodas y por otra parte el que no iba vestido dignamente para participar en aquel banquete.

Dice la parábola que aquel rey que había preparado el banquete cuando ya estaba llena la sala de comensales entró a saludar a los ahora invitados pero se encontró a uno que no llevaba el traje de fiesta. En principio es algo que nos desconcierta, porque si eran pobres recogidos por los caminos, cómo iba a tener un traje de fiesta para participar en el banquete. Pero son esas aparentes incongruencias las que nos hacen pensar y nos hacen preguntarnos en que nos puede afectar a nosotros y qué mensaje nos puede ofrecer.

Cuando ya nosotros hemos querido venir y dar respuesta a la invitación del Señor y participar de esa fiesta que es nuestra fe y que ha de ser toda nuestra vida cristiana es cuando ahora tendríamos que preocuparnos de llevar siempre ese traje de fiesta. ¿Qué significa? Esa fe y esa gracia que nos ha convocado no la podemos perder. En la medida en que fuéramos creciendo en nuestra respuesta y en nuestra fe tendría que ir resplandeciendo cada vez más nuestra vida cristiana.

Pero ¿qué nos sucede? Que muchas veces caemos por la pendiente de la tibieza y de la superficialidad, vamos perdiendo la intensidad de nuestra vida cristiana y nos estamos volviendo atrás porque de nuevo nos dejamos seducir por las tentaciones que nos manchan, que nos llenan de oscuridad de nuevo la vida; nuestro traje de fiesta está perdiendo su esplendor.

Es un toque de atención, es una llamada de nuevo que el Señor nos hace, es un repetirnos de alguna manera la invitación para que despertemos y no nos dejemos arrastrar por esas pendientes que van enfriando nuestra vida cristiana, que ya entonces no sería esa fiesta de nuestra vida. Cuantas veces vamos perdiendo la ilusión y la alegría de la fe cuando volvemos a nuestras rutinas de siempre, cuando se afloja la intensidad de nuestra vida y de nuestro amor.

Despertemos, mantengamos vivo y reluciente el traje de fiesta porque nunca se pierda la intensidad de nuestra fe y de nuestro amor.

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