Despertemos, mantengamos vivo y reluciente el traje de fiesta
porque nunca se pierda la intensidad de nuestra fe y de nuestro amor
Isaías 25, 6-10ª; Sal 22; Filipenses
4, 12-14. 19-20; Mateo 22, 1-14
¿A quien le amarga un
dulce?, se suele decir. ¿Quién rechaza una comida, un banquete de bodas? ¿Quién
rehúsa participar en una fiesta que se presenta bastante atrayente? Podríamos
decir que en general a todos nos gustan los dulces, nos agrada que nos inviten
a una comida o a un banquete, participar en una fiesta.
Sin embargo sabemos
que a veces podemos tener otras preferencias, otras prioridades en la vida; hay
personas quizás muy hurañas a las que no les gusta participar en fiestas o en
reuniones donde haya mucha gente; también sabemos que a veces ponemos por
delante nuestros intereses particulares, nuestro yo antes que encontrarnos con
los demás en una comida fraternal; los orgullos nos dominan en ocasiones y nos
encerramos en nosotros mismos, sin querer incluso dar explicaciones, pero
evitamos aquel encuentro, aquella fiesta, aquella comida que quizá incluso
desde el núcleo familiar se había preparado con tanta ilusión de que todos estuviéramos
juntos, pero nos negamos a asistir; ya sabemos el llanto de tantas madres que
no llegan a ver sentados en una misma mesa a todos sus hijos cuando con tanta ilusión
había preparado aquella comida.
Como preámbulo me he
hecho estas consideraciones ante la parábola de los invitados a la boda que no
quisieron participar que nos propone hoy el evangelio. Cargamos las tintas
muchas veces en los que se negaron a participar en el banquete de bodas que el
rey había preparado y nos olvidamos que en la vida nosotros también vamos negándonos
a muchas invitaciones que se nos pueden hacer desde distintas circunstancias o
también en una diversidad grande de sentidos.
Pero aquel rey no se
arredró ante la negativa de los invitados sino que la boda y el banquete seguían
adelante; por eso envía a sus servidores para que vayan por todas partes, vayan
a los cruces de los caminos y traigan a todos los que encuentren para el
banquete de bodas de su hijo. La sala del banquete al final se llenó de
invitados.
¿Qué nos quiere decir Jesús
con esta parábola? Ya entendemos fácilmente que todos estamos invitados al
banquete de la vida y de la salvación. Jesús nos está diciendo que el Reino de
Dios es como esta invitación al banquete de bodas. Jesús nos está ofreciendo
ese banquete de vida porque Jesús se ha ofrecido para la salvación de todos. Y
quiere que todos participemos y vivamos esa salvación, esa gracia que El quiere
regalarnos.
Y es aquí cuando
tenemos que comenzar a preguntarnos por nuestras respuestas. Y no es solo este
banquete de vida que es la Eucaristía a la que cada día pero en especial cada
domingo somos invitados, somos llamados, sino tenemos que pensar con mayor
amplitud y universalidad para escuchar esa invitación al Reino de Dios, para
esa respuesta de fe que nosotros tendríamos que dar. ¿Respondemos todos a esa
llamada de la fe? ¿Respondemos todos queriendo vivir el Reino de Dios? ¿Respondemos
aceptando plenamente el evangelio sin hacernos rebajas y queriendo empaparnos así
de sus valores?
Nos damos excusas, por
decirlo suavemente. Nos ponemos límites en nuestra respuesta. Miramos
primeramente nuestro yo y nuestros intereses y aparecen incompatibilidades en
nuestra manera de vivir la vida con lo que nos pide la fe, con lo que nos pide
el evangelio ¿y qué preferimos? También nos negamos y queremos hacerlo algunas
veces de manera sutil a vivir en plenitud el evangelio, el compromiso de la fe
y nos quedamos en cumplimientos superficiales y ocasionales, o vamos
abandonando poco a poco el camino de nuestra vida cristiana en la medida en que
crece nuestra tibieza que se convierte en frialdad y alejamiento.
Y es aquí donde entra
el sentido de la segunda parte de la parábola; algún comentarista nos dice
incluso que son como dos parábolas que se han unido en una, por una parte los
invitados al banquete de bodas y por otra parte el que no iba vestido
dignamente para participar en aquel banquete.
Dice la parábola que
aquel rey que había preparado el banquete cuando ya estaba llena la sala de
comensales entró a saludar a los ahora invitados pero se encontró a uno que no
llevaba el traje de fiesta. En principio es algo que nos desconcierta, porque si
eran pobres recogidos por los caminos, cómo iba a tener un traje de fiesta para
participar en el banquete. Pero son esas aparentes incongruencias las que nos
hacen pensar y nos hacen preguntarnos en que nos puede afectar a nosotros y qué
mensaje nos puede ofrecer.
Cuando ya nosotros
hemos querido venir y dar respuesta a la invitación del Señor y participar de
esa fiesta que es nuestra fe y que ha de ser toda nuestra vida cristiana es
cuando ahora tendríamos que preocuparnos de llevar siempre ese traje de fiesta.
¿Qué significa? Esa fe y esa gracia que nos ha convocado no la podemos perder.
En la medida en que fuéramos creciendo en nuestra respuesta y en nuestra fe tendría
que ir resplandeciendo cada vez más nuestra vida cristiana.
Pero ¿qué nos sucede?
Que muchas veces caemos por la pendiente de la tibieza y de la superficialidad,
vamos perdiendo la intensidad de nuestra vida cristiana y nos estamos volviendo
atrás porque de nuevo nos dejamos seducir por las tentaciones que nos manchan,
que nos llenan de oscuridad de nuevo la vida; nuestro traje de fiesta está
perdiendo su esplendor.
Es un toque de
atención, es una llamada de nuevo que el Señor nos hace, es un repetirnos de
alguna manera la invitación para que despertemos y no nos dejemos arrastrar por
esas pendientes que van enfriando nuestra vida cristiana, que ya entonces no
sería esa fiesta de nuestra vida. Cuantas veces vamos perdiendo la ilusión y la
alegría de la fe cuando volvemos a nuestras rutinas de siempre, cuando se
afloja la intensidad de nuestra vida y de nuestro amor.
Despertemos,
mantengamos vivo y reluciente el traje de fiesta porque nunca se pierda la
intensidad de nuestra fe y de nuestro amor.
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