No perdamos la riqueza de la espontaneidad y de la
creatividad de un corazón lleno de amor que le da riqueza la vida por
sujetarnos a unas normas o protocolos
Gálatas 5, 1-6; Sal 118; Lucas 11, 37-41
Cuando todo lo
reducimos a unas normas parece como si le quitáramos la riqueza de la
espontaneidad, de la creatividad y de la iniciativa que nace de un corazón
lleno de amor que por eso mismo podríamos decir que se vuelve atrevido para
crearse esos nuevos gestos de amor que tanta riqueza le dan a la vida. Reducirnos
a unas normas es caer en el peligro y la tentación de la rutina, de hacer las
cosas sin alma, de quedarnos en el mero cumplimiento y cuando hacemos las cosas
simplemente porque hay que cumplir parece que poco amor ponemos en ellas.
Para todo queremos
normas y nos llenamos de leyes, de preceptos, de reglamentos, de protocolos,
como ahora se dice, donde nos están señalando lo que en todo momento tenemos
que hacer y parece que fuera de ahí ya no podemos hacer nada, no caben nuevas
iniciativas o no cabe esa expresión espontánea del amor que siempre será
creativo. Y esto lo tenemos en todos los aspectos de la vida. No hay lugar a
donde vayamos donde no se pregunten por las normas, donde no busquemos los
protocolos de actuación, y de donde no podemos salirnos ni un ápice porque
parecería que ya no tiene validez lo que hagamos. Una pregunta sin mala intención
¿nos estaremos llenando también de esas normas y protocolos en la vida de la
Iglesia?
Lo tremendo sería que
lo que son simples pautas las convirtamos en cosas esenciales y lo que tendrían
que ser pautas que nos guíen en la actuación y nos abran a la creatividad lo
convirtamos en un corsé que nos aprieta por todas partes dándole más valor a
esas cosas que a la persona, y a lo que es la verdadera ley del Señor. No sé si
siempre los protocolos que nos creamos en nuestra vida cristiana y hasta en la
Iglesia tienen todo el sabor del evangelio que tendrían que tener o algunas
veces esas cosas las hacemos para contentar a las exigencias que nos provengan
del exterior y estemos actuando a la manera del mundo. Son preguntas que me
hago, con lo que quiero reflexionar y que seamos capaces todos de reflexionar
con libertad de Espíritu, como mismo hoy nos enseña san Pablo en su carta que
se nos ofrece en la liturgia.
Es lo que por otra
parte estamos contemplando en el evangelio y vemos la respuesta que Jesús da a
aquellas situaciones que se vivían. Lo que habían sido unas normas y preceptos higiénicos
se habían convertido en tan ley de Dios que parecía que eso era lo verdaderamente
importante. El tema aparece con el conflicto de lavarse o no lavarse las manos
antes de comer. Por higiene lo hacemos, porque no sabemos bien lo limpio que
está lo que antes hemos cogido con las manos y podríamos estar tragándonos una infección
o una enfermedad. Pero de ahí a convertirlo en tema de impureza legal y quien
lo cumpliera o no sería un buen judío fiel a la ley del Señor va una distancia
grande.
Comprendemos que aquel pueblo había sido un pueblo errante, trashumante con sus ganados de un sitio para otro, en lugares inhóspitos y hasta desérticos con no mucha agua para la limpieza, justo que se recomendara esa higiene para evitar enfermedades y epidemias. Ahora en la situación que estamos viviendo en el mundo actual con las epidemias y pandemias una de las recomendaciones que se nos hacen como una exigencia importante es el lavarnos las manos y así tenemos 'geles' por todas partes a mano.
Jesús nos viene a
decir que nos limpiemos por dentro que es donde está la maldad del hombre, en
el corazón. Por eso los llama hipócritas porque se quedan en la apariencia de
una pureza interior mientras en el interior ocultan la podredumbre de la
maldad. Pero hay algo más que nos puede
pasar desapercibido en el comentario a este texto del evangelio.
Nos dice Jesús: ‘Con todo, dad
limosna de lo que hay dentro, y lo tendréis limpio todo’. De aquello bueno
que llevamos en nuestro interior compartamos con los demás, viene a decirnos.
Pero nos recuerda también algo escuchado con anterioridad y es que la limosna
nos purifica de nuestros pecados. Cuando somos capaces de desprendernos de lo
que tenemos porque queremos compartirlo con los demás, y en especial con los
necesitados, estamos sacando a flote nuestra generosidad y nuestro amor que nos
lleva incluso al sacrificio de negarnos para nosotros mismos aquello que
tenemos y eso es en verdad agradable a los ojos del Señor.
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