La
gratitud es mucho más que una cortesía, hemos de manifestarla con nuestra vida,
con esa respuesta que demos en el compromiso de la vida de cada día
Isaías 5, 1-7; Sal 79; Filipenses 4, 6-9;
Mateo 21, 33-43
La ingratitud es algo terriblemente
duro. El que es ingrato no sabe valorar lo que recibe de los demás, muestra la
pobreza de su espíritu mezquino que le hace creerse merecedor de todo y hasta
se vuelve exigente incluso con aquel que le está beneficiando.
Cuando llenamos el corazón de orgullo
olvidamos pronto el camino que hemos recorrido y nos creemos siempre subidos en
pedestales de gloria que al final le encandilan y le engañan, se engaña a si
mismo. Es una tentación fácil cuando nos creemos que todo lo tenemos, nos
sentimos con derecho a ser poseedores absolutos de todo, quizá estamos ya en
una situación de vida más fácil y cómoda, y olvidamos el camino recorrido y, lo
que es peor, olvidamos o relegamos a un lado a quienes estuvieron a nuestro
lado, a quienes nos echaron una mano, a quienes incluso pusieron su parte para
que llegáramos a donde ahora estamos.
Cuando vivíamos caminos duros y en
cierto modo nos veíamos obligados a una mayor austeridad éramos más cercanos y
solidarios con los que caminaban con nosotros, y ahora que nos creemos ricos y
poseedores de todo con esa vida más fácil y cómoda como decíamos antes, nos
hacemos ingratos, desagradecidos y mezquinos con los demás. Qué mala es la
ingratitud, que nos endiosa a nosotros y hace tantos desaires a los que
caminaron con nosotros en los momentos malos.
Nos podemos seguir haciendo muchas
reflexiones en este sentido. Claro que podemos quedarnos en mirar a los demás
con lupa para ver sus actitudes y no nos miramos a nosotros mismos. Muchas
veces nos puede faltar el detalle de esa palabra amable llena de gratitud para
quienes nos han prestado un servicio, sea cual sea y en el lugar que sea.
Algunas veces nos escudamos en que es obligación del que lo hace y nosotros
pagamos por ese servicio pero nos falta esa sonrisa, esa palabra amable, ese gesto
de gratitud para quien nos atendía aunque fuera su obligación. Y no digamos
nada cuando la gente ha sido generosa con uno sin tener ninguna obligación y
nos vamos sin volver la vista atrás para mostrar nuestro agradecimiento.
Son unas primeras consideraciones – quizá
me he alargado un poco – que me hago hoy ante la parábola que nos propone Jesús
en el evangelio. Una parábola que tiene su eco en el canto de amor de mi amigo
a su viña, que nos ofrecía el profeta del Antiguo Testamento. ‘¿Qué más
podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho? ¿Por qué, cuando yo esperaba
que diera uvas, dio agrazones?’ Por algo diremos con el salmo responsorial:
‘La viña del Señor es la casa de Israel’. Y es que tanto ese canto de
amor de mi amigo a su viña como la parábola que Jesús nos propone eso está
queriendo reflejar. Y lo dice claramente el evangelista.
La descripción de la parábola es el
recorrido de la historia de la salvación que culmina en la muerte del hijo.
Clara referencia a Jesús. Pero hoy nosotros cuando nos confrontamos a la
Palabra de Dios no nos quedamos, por así decirlo, en la historia antigua, sino
que tenemos que mirar nuestra historia. Es nuestra historia como pueblo, es
nuestra historia también como Iglesia, pero es también nuestra historia
personal tan llena de ingratitudes, la que está ahí reflejada. Sí, una historia
de ingratitud. Porque nuestra Acción de Gracias a Dios no se puede quedar en
unos cantos, como no se queda en unas palabras llenas de cortesía.
La gratitud es mucho más que una
cortesía. La gratitud hemos de manifestarla con nuestra vida, con esa respuesta
que nosotros estamos dando en el compromiso de nuestra vida de cada día. ¿Es
que no nos vamos a comprometer con aquel que un día se dio generosamente por
nosotros y nos ayudó a salir del bache de nuestra vida?
Ese terreno entrecavado y preparado
como nos detalla el desarrollo de la parábola, las buenas cepas plantadas, la
cerca que rodeaba la viña para evitar todo tipo de depredadores, el lagar, la
bodega y la casa del guarda tan cuidadosamente preparados, nos están señalando
todo lo que hemos venido recibiendo a lo largo de la vida; ya es el don de la
vida misma y todos los mimos de quienes nos criaron, ya es la educación que nos
dieron nuestros padres y de cuantos por una parte y por otra han ido ofreciéndonos
una educación humana y cristiana, ya son todos esos medios con que hemos
contado para ir haciendo ese camino de la vida que nos ayudaba a madurar, ya es
la Iglesia que ha estado a nuestro lado
en el camino del crecimiento de nuestra fe, y así podríamos pensar en tantas
cosas que han contribuido al desarrollo de nuestra vida; ¿y cuál es nuestra
respuesta? ¿Cuál es la intensidad y madurez con que vivimos nuestra vida
cristiana? ¿Dónde están los frutos que se esperan de nosotros y de lo que en
nosotros se ha sembrado?
Da para pensar, para reflexionar, para
examinar nuestra vida, para ver hasta donde llega nuestro compromiso con la
vida misma, con la sociedad en la que vivimos, y como cristianos en esa iglesia
a la que pertenecemos. La parábola termina con palabras duras, como dura fue la
reacción del amigo ante los pocos frutos que le daba la viña. ‘Por eso os
digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que
produzca sus frutos’. Pero también es un toque de atención de lo que es la
misericordia del Señor, de la espera paciente del Señor para que demos frutos,
y una invitación a unas nuevas actitudes en nuestra vida que pasan por una
auténtica conversión.
Tremendo! Interesante, muy interesante reflexión. Realmente para meditar. Muchas gracias por acercarnos estos escritos!Saludos cordiales.
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