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sábado, 19 de agosto de 2017

La mirada limpia de los niños sin ninguna malicia en el corazón tendría que ser siempre nuestra mirada porque siendo como ellos mereceremos la bienaventuranza de poder ver a Dios

La mirada limpia de los niños sin ninguna malicia en el corazón ha de ser siempre nuestra mirada porque siendo como ellos mereceremos la bienaventuranza de poder ver a Dios

Josué 24,14-29; Sal 15; Mateo 19,13-15
No queremos seguir siendo niños ni que nos traten como niños. Queremos crecer. Es ley de vida, podríamos decir, porque la vida es crecimiento, maduración; queremos llegar a ser adultos, porque así tenemos, o creemos tener, nuestra autonomía, nuestra propia personalidad, nuestro propio ser. No queremos que decidan por nosotros, y en la medida en que el niño va creciendo le vamos enseñando a tomar sus propias decisiones hasta que vaya alcanzando esa madurez. Lo peor que nos puede pasar es que nos traten de una forma infantil, porque aun nos consideren niños.
Forma parte todo esto de nuestro desarrollo personal, de nuestra maduración como personas. Cuando vemos a alguien que no se comporta con la debida madurez decimos que se comporta como un niño porque no sabe tomar sus propias decisiones de forma responsable, sabiendo lo que quiere.
Pero hoy Jesús nos desconcierta. La ocasión fue que las madres traían a sus niños para que Jesús les bendijera y los discípulos muy celosos de su maestro y que nada le perturbara trataban de quitarlos de en medio. Ya sabemos cómo son los niños cuando les das confianza y ellos se sienten a gusto. Poco menos que se suben encima de uno. Pero no es eso lo que Jesús quiere. Se siente a gusto con los niños, con su inocencia, con su cariño espontáneo, con la generosidad que suele haber siempre en el corazón de los niños, en ellos no aparece nunca la malicia sino la espontaneidad y lo que buscan es la relación y el encuentro.
De ahí la respuesta a la postura de los discípulos y la actitud de Jesús. ‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos’. Y Jesús los atraía hacia él, los abrazaba y los bendecía.
Bendice a los niños. Puede tener esto un gran significado. En aquella sociedad los niños eran poco considerados y valorados. No se les tenía en cuenta. Pero Jesús quiere contar con ellos, más aun, quiere expresarnos en la actitud de los niños algo que no debe faltar nunca en nuestro corazón. No es infantilizar nuestra vida porque, como decíamos antes, tenemos que crecer y que madurar. Pero nuestro crecimiento y maduración no tiene que significar llenar de malicia nuestro corazón.
Esa mirada limpia de los niños sin ninguna malicia en su corazón tendría que ser siempre nuestra mirada. Ya sabemos lo que nos suele suceder, nos llenamos de desconfianzas, recelos que nos hacen no creer en las personas; andamos con la sospecha detrás de la oreja y queremos ver intenciones ocultas en lo que hacen los demás; nos movemos demasiado por intereses y si no sacamos nada para nuestro provecho nos parece que no merece la pena embarcarse en tareas que nos pueden comprometer u ocupar nuestro tiempo.
Y ya sabemos bien que cuando vamos así por la vida vamos llenando de amarguras nuestro corazón y terminamos porque nosotros nos manifestemos como realmente somos, fácilmente ocultamos otra cara en lo que hacemos, y no expresamos nuestra confianza en las personas. Y así no podemos vivir felices porque los recelos y las desconfianzas nos quitan la paz.
En muchas mas cosas podríamos fijarnos de esas actitudes de los niños que Jesús quiere que copiemos en nuestros corazones. Repito, no es infantilizar nuestra vida porque tenemos que madurar como personas, pero que haya esa pureza de corazón que merece la bienaventuranza del Señor. ‘Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios’. Como nos dice hoy ‘de los que son como ellos es el reino de los cielos’.

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