Mi alegría esté en vosotros y llegue a plenitud
Hechos, 15, 7-21; Sal. 95; Jn. 15, 9-11
‘Os he hablado de esto para que mi alegría esté con vosotros y vuestra
alegría llegue a plenitud’. Después de escuchar estas palabras de Jesús
sinceramente os confieso que me pregunto por qué los cristianos van de tristes
por la vida.
Sí, uno mira la cara de
la inmensa mayoría, incluso de los que vienen asiduamente a la Iglesia, y
encuentra rostros llenos de amargura, angustia, tristeza, en ocasiones incluso
acritud, caras de duelo, pero lo menos que encuentra habitualmente son rostros
radiantes de felicidad. No digo que en todos sea así, pero hemos de reconocer
que no trasmitimos por nuestras expresiones lo que tendríamos que ser, las
personas más felices del mundo. Es más, algunos incluso parece que piensan que
porque son muy religiosos y devotos la alegría tendría que estar poco menos que
desterrada de sus vidas. Y tenemos que decir, nada más lejos, esa tristeza y
seriedad, de lo que tendría que expresar en todo momento un cristiano.
Hemos venido escuchando
estos días en el evangelio la revelación que Jesús va haciendo de lo más hondo
que lleva y siente en su corazón. Nos descubre toda la ternura de su corazón
que es la ternura de Dios y cómo Dios nos ama, nos busca, nos llama, nos ofrece
a su Hijo que se entrega por nosotros y hasta quiere venir a morar en nosotros.
¿Queremos más? ¿Es posible concebir mayor amor que el que nos manifiesta Jesús?
Y toda esa revelación, todo ese amor que Dios nos tiene es como para sentirnos
los hombres más felices del mundo.
Pero pareciera que
hubiéramos enterrado la alegría o es que no sabemos cuál es la alegría más
plena y por eso buscamos sucedáneos de esa verdadera alegría y buscamos
estímulos en cosas efímeras para tener alegría que tan pronto nos falta ese
impulso tenemos el peligro de caer en la mayor de las depresiones.
Busquemos la alegría
verdadera. Descubramos lo que en Jesús va a darnos plenitud a la vida. Sintamos
el gozo de tener a Dios con nosotros para que podamos disfrutar de las cosas
más bellas que Dios ha creado para nosotros.
Sintamos la alegría
honda en el corazón que nace de la paz que el Señor quiere plantar en nosotros
con su amor. Una paz que nace del amor; una paz que brota fuerte en nuestro
corazón cuando tenemos esperanza y sabemos seguro que esas esperanzas en Dios
se verán siempre cumplidas. Una paz que brota de sentirnos amados y perdonados
y nos da la mayor alegría a nuestro corazón.
Una paz y una alegría
que llena nuestro corazón cuando vemos a nuestro alrededor personas que aman, y
que se preocupan de los demás, y que viven comprometidos en ir sembrando buenas
semillas en la vida, y que luchan y se afanan por hacer que cada día nuestro
mundo sea mejor, y que llenos de fe viven comprometidos por hacer realidad cada
día el Reino de Dios en medio de nosotros.
Todo eso nos da
entusiasmo y alegría. Y contagiamos esa alegría y esa esperanza con nuestros
gestos, con nuestras actitudes, con nuestros rostros sonrientes a pesar del
esfuerzo y de la lucha. Porque no vale decir que nosotros estamos muy contentos
y felices allá dentro de nosotros mismos si no la expresamos por fuera y
contagiamos a los demás de esa alegría.
‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor’,
nos dice Jesús. Es como una cascada de amor que brota del corazón de Dios que
ama tierna e intensamente a su Hijo, pero que se desparrama sobre nosotros sintiéndonos
así amados del Padre y amados de Jesús. Pero ese amor, esa paz, esa alegría y
felicidad tenemos que hacer que se desparrame también sobre los que nos rodean.
Vayamos siempre con rostros serenos, alegres, llenos de paz, felices al
encuentro de los otros para que los contagiemos de esa alegría, de esa paz, de
esa serenidad, de ese amor. Como decíamos al principio, no es eso lo que muchos
cristianos trasmitimos a los demás. Algo nos estará faltando en nuestro
corazón. Tendríamos que examinarnos muy bien.
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