Unidos y en comunión con la fuerza del Espíritu para que el mundo crea
Hechos, 15, 22-31; Sal. 56; Jn. 15, 12-17
Hace unos días escuchamos en la lectura de los Hechos
de los Apóstoles que ‘Bernabé y Pablo
subieron a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la
controversia’ suscitada. ¿Era necesario que los gentiles que abrazaran la
fe en Jesús tuvieran que circuncidarse para salvarse como exigían algunos
provenientes del judaísmo más recalcitrante?
Esto motivó lo que suele llamarse el concilio de
Jerusalén, primero de los concilios. Allí en Jerusalén se reunieron los
Apóstoles y los miembros más representativos de la comunidad para decidir qué
hacer. En los textos proclamados ayer y hoy hemos visto el desarrollo de ese
encuentro y las decisiones tomadas.
Pedro, que había sido el primero que había bautizado a
un gentil, al centurión Cornelio en Cesarea, impulsado por el Espíritu Santo
que lo había llevado allí y se había derramado también sobre aquella familia,
explica lo sucedido y da la pauta de la solución. ¿En quien encontramos o
tenemos la salvación? No es obra nuestra ni depende solo de lo que nosotros
hagamos. La salvación es una gracia que nos otorga el Señor. La salvación nos
viene de Jesús que es el Salvador. La fe que ponemos en Cristo es la que nos
abre las puertas de la salvación. Como escuchábamos ayer ‘creemos que lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia del
Señor Jesús’.
En el texto hoy escuchado vemos la solución final, con
lo que podríamos llamar el decreto del concilio. Hay que destacar una cosa
hermosa. La decisión que han tomado no es simplemente una decisión humana. Ahí
está presente el Espíritu del Señor que es el que guía siempre a la Iglesia e
inspira el camino que hemos de seguir. ‘El
Espíritu de la verdad que nos lo revelará todo’, como nos había anunciado
Jesús. Por eso hoy dicen: ‘Hemos decidido
el Espíritu Santo y nosotros…’ Es el Espíritu Santo que nos guía y nos
inspira, que nos da la sabiduría de Dios para entender y alcanzar la salvación.
Estamos contemplando lo que es la vida de la Iglesia,
la comunidad de los que creen en Jesús y viven su salvación. A lo largo de lo
que hemos ido contemplando en los Hechos de los Apóstoles han ido apareciendo
sus características y la manera de ser Iglesia. Siempre aparece muy claro que
los que creemos en Jesús entramos en una comunión de hermanos con todos los que
igualmente creen en Jesús. Una comunión, como hemos ido viendo, que lleva a la
unión en la oración en común y en la escucha de la Palabra del Señor – ‘asiduos en escuchar la enseñanza de los
apóstoles’, que nos dice -, y que lleva al compartir ‘de manera que nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía’.
Manifiesta esa comunión cuando en los momentos de
dificultades, cuando comienzan las persecuciones e incluso Pedro está en la
cárcel, la comunidad estaba orando por él y por esa situación. ‘Sin mí no podéis hacer nada’, hemos
escuchado estos días; en consecuencia necesitamos esa unión con el Señor por la
oración.
Pero es la comunidad que cuando aparecen los problemas
que hay que resolver oran e invocan al Espíritu Santo, como lo hicieron cuando
fueron elegidos los siete diáconos, o cuando Pablo y Bernabé son señalados para
iniciar el primer viaje apostólico a partir de la comunidad de Antioquía; pero
es la comunidad que se reúne con la asistencia del Espíritu, como vemos ahora
en el llamado Concilio de Jerusalén; han acudido a la comunidad madre y a los
apóstoles desde las iglesias hermanas buscando la solución de un problema y se
sienten asistidos por el Espíritu Santo.
Nos preguntamos ¿vivimos así nosotros nuestra comunión
de Iglesia? Creo que esto tendría que hacernos pensar y ayudarnos a que vivamos
con toda intensidad esa comunión que tendría que haber entre todos los que
creemos en Jesús. Vivamos unidos y en comunión y seremos un signo para que el
mundo crea.
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