No es
Jesús el que está durmiendo en medio de nuestras tormentas, somos nosotros los
que hemos adormilado nuestra fe y no somos capaces de vivir su presencia
Amós 3, 1-8; 4, 11-12; Sal 5; Mateo 8, 23-27
Cómo
desearíamos que la vida fuera una travesía tranquila, sin sobresaltos, sin
peligros inesperados, sin momentos de zozobra, que tantas veces nos aparecen y
nos llenan de dudas y agobios y nos hace en ocasiones sentirnos desorientados y
perdidos. La vida es lo que es, como se suele decir. En la vida de cada día se
conjugan muchos factores y hacen que surjan dificultades, es el encuentro y el
camino de muchas personas diferentes muchas veces con distintas perspectivas y
eso nos desorienta y vienen los peligros de pérdida de rumbo y de sentido, y
muchas veces parezca que nos encontramos en medio de una fuerte tormenta.
¿Quién no ha pasado por esos momentos de congoja? ¿Momentos en que nos sentimos
perdidos y perdemos toda esperanza? ¿A quién gritamos para hacernos salir de
esas situaciones?
Es el camino
de la vida con problemas personales, problemas familiares, tropiezos que
podemos tener con los demás, dificultades en el trabajo o que nuestros
proyectos salgan adelante, o son las inseguridades interiores en que nos
podemos encontrar porque quizá no pusimos unos cimientos firmes al edificio de
la vida, o porque no encontramos ese ancla que nos dé seguridad en medio de los
combates. Y viene el cómo se nos revuelve la fe y todo se nos hace oscuridades,
vienen las dudas en aquellas cosas en que nos apoyábamos y que parece que ahora
no nos dan seguridad, y viene hasta la desconfianza en Dios y en que esté a
nuestro lado para ayudarnos.
Hoy el
evangelio nos habla de una travesía de Jesús y sus discípulos atravesando el
lago de Tiberíades o mar de Galilea como también se le suele llamar; un lago
aparentemente tranquilo, en fin de cuentas no es un mar abierto donde pudieran
surgir malas corrientes y tempestades. Pero en aquel tranquilo lago, dado la
cercanía de las montañas del Hermón, muchas veces se producían esas tormentas.
Lo que hoy
parecía una travesía tranquila, casi para descansar – Jesús se había dormido
sobre un almohadón a popa -, se convirtió en una fuerte tormenta. Aunque eran
pescadores acostumbrados a navegar por aquellas aguas, ahora se llenaron de
temor y tenían miedo de que la barca se hundiera. Parecía que tampoco les daba
seguridad de que Jesús estuviera con ellos, pues estaba tan profundamente
dormido que ni el vendaval lo despertaba. Y a El acudieron gritándole y suplicándole,
‘Señor, sálvanos que perecemos’.
Jesús estaba
dormido, o muchas veces nosotros los hemos dejado dormido, porque nos hemos ido
acostumbrando a ir caminando por la vida que poco contamos con El; nos vamos
resolviendo nosotros los problemas, y nos creemos autosuficientes; perdemos el
sentido trascendente de nuestra vida y ya ni nos damos cuenta de su presencia
junto a nosotros; aunque decimos que no hemos dejado de ser creyentes, nos
hemos acostumbrado a hacer la vida como si El no estuviera, a ir construyendo
nuestra vida sin Dios contagiándonos del espíritu de ese mundo que nos rodea,
un mundo sin Dios.
¿Tendremos
que despertar a Jesús o más bien tendríamos que despertarnos nosotros? Es
cierto, vamos como adormilados por la vida; quizás nos creemos que porque un
día optamos por seguir a Jesús ya todos nuestros problemas estaban resueltos y
nada nos podía pasar. Estar con Jesús, querer seguir el camino de Jesús no
significa que no vayamos a tener problemas o dificultades; lo sí es cierto que
habiendo optado por Jesús y queriendo contar con El siempre, sabemos que su
presencia, su fuerza y su gracia no nos va a faltar para esa luchas que hemos
de mantener, para ese esfuerzo que hemos de hacer por superarnos, para
encontrar esa luz que nos ilumine y nos haga encontrar caminos y salidas.
‘¡Hombres
de poca fe!’,
les dice Jesús y nos dirá a nosotros también. Despertemos esa fe, despertemos
esa vida, busquemos esa luz, sintamos esa presencia que es regalo de gracia
para nosotros, no temamos porque con nosotros está.
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