Una
parábola
que nos habla de la mirada misericordiosa de Dios y nos enseña a tener
una nueva mirada hacia los hombres, nuestros hermanos, buscando caminos de
reconciliación
Josué 5, 9a. 10-12; Sal 33; 2Corintios 5,
17-21; Lucas 15, 1-3. 11-32
Algunas veces
parece que nos duele que otros sean buenos y muestren un corazón misericordioso
y compasivo con los demás; y es que muchas veces cuando le ponemos una marca a
alguien, catalogándolo de una determinada manera, parece que esa marca es
imborrable y por mucho que veamos que esa persona ha cambiado para nosotros
sigue siendo la misma.
Es la dureza
de nuestros juicios y condenas, es la malicia que ponemos en seguir marcando a
alguien por un error, por algo que hizo mal en algún momento de su vida; como
si nosotros hayamos sido siempre trigo limpio. Bien nos vendría recordar muchas
veces aquello de Jesús cuando lo de la mujer adúltera que quien no tenga pecado
que sea el que tire la primera piedra.
Siempre habrá
alguien que recuerde, que saque de nuevo a relucir lo que sucedió con aquella
persona en algún momento. Y cuidado que esas actitudes nos las encontramos
alguna vez en personas que se tienen por buenas y piadosas. Bueno, era lo que
sucedía en tiempos de Jesús, aquellos que se consideraban a si mismos los más
puros serían los que andarían siempre recordando que los publicanos, las
prostitutas, los pecadores siempre seguirían siendo los mismos y no merecerían
la atención y el respeto de los demás, sino que había que alejarse de ellos,
como se suele decir, como alma que lleva el diablo.
La motivación
de la parábola que hoy Jesús nos ofrece está precisamente en la actitud de los
fariseos y de los maestros de la ley que criticaban a Jesús porque se mezclaba
con publicanos y pecadores. ‘Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y
pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Ese
acoge a los pecadores y come con ellos’. Ya lo vemos en distintos momentos del evangelio
que siempre están al acecho de lo que hace o dice Jesús.
Conocemos la
parábola que hemos escuchado y meditado muchas veces y no es necesario
repetirla de nuevo con todo detalle, aunque conviene releerla muchas veces - Lucas 15, 1-3. 11-32 - para escucharla de verdad en el corazón. El hijo
que le pide su herencia a su padre y se marcha para vivir de mala manera. La
vida dura e inhumana que tendrá que vivir cuando todo se acaba, y su ser capaz
de levantarse para volver a la casa del padre.
Pero como
bien sabemos la parábola no se acaba con la conducta negativa de ese hijo que
se marchó de la casa del padre, sino que nos resaltará también la actitud
negativa del hijo que parecía bueno, del que se quedó en la casa del padre,
pero que su corazón estaba bien lejos de la actitud misericordiosa del padre
que había recibido al que había marchado.
Es el orgullo
y la envidia, es el desprecio y el resentimiento que invaden su corazón y le
hace incapaz para la misericordia y el perdón. Tampoco él, como aquellos
fariseos que no querían mezclarse con los publicanos, quiere mezclarse con su
hermano que ha vuelto; para él seguirá siendo el hermano perdido, ya no lo
llamará hermano; será un barrera que se interponga también con la actitud
misericordiosa del padre para quien no tendrá sino quejas y reproches.
Pero en
medio está el gran personaje, por así decirlo, de la parábola, el padre. El
padre que siente el dolor de la ruptura de sus hijos, no solo es la ruptura de
quien marchó de su casa y de su hogar, sino es el dolor del hijo que no sabe
perdonar ni acoger como él lo está haciendo. Es el padre que espera paciente,
que busca la manera de salir al encuentro, que corre gozoso al encuentro del
hijo que vuelve, pero que va en búsqueda del hijo que con su actitud se quiere
marchar, está creando barreras, sigue manteniendo un corazón endurecido e
insensible.
Es el padre
que nos está mostrando lo que es el amor de verdad, que no reprocha ni condena,
que siempre espera y siempre está a la búsqueda, que tiene sensibilidad en su
corazón para descubrir las tragedias que pueden están desarrollándose en el
corazón de los hijos, ya estén lejos o ya estén físicamente cercanos, pero
lejos de corazón como sucede con el hijo mayor.
Es la gran
lección que nos está dando hoy Jesús, porque nos está hablando del amor
misericordioso de Dios, que también a nosotros nos llama y nos espera, también
viene en nuestra búsqueda y nos ofrece los brazos y abrazos de su amor. Porque
ahí en esos hijos estamos retratados nosotros, porque muchas de esas posturas,
actitudes y rupturas ha habido en muchas ocasiones en nosotros. Nos está
enseñando a dirigir nuestra mirada a Dios y nos dejemos mirar por El, pero aún más
que nosotros aprendamos también a tener una mirada como la de Dios. Nuestra
mirada a Dios, repito, la mirada de Dios sobre nosotros, pero la nueva mirada
que hemos de tener para los demás.
Es la
mirada de la Pascua, es la mirada que vamos a recibir desde la cruz, como la
mirada que nosotros elevaremos al que está levantado en lo alto; es la mirada
con que hemos de bajar nosotros del Calvario y de la Pascua para ir al
encuentro de ese mundo que nos rodea. Es una mirada que se hace oración porque
invocamos la misericordia de Dios sobre nosotros y sobre nuestro mundo; pero es
también una acción de gracias porque en esa mirada nos sentimos especialmente
amados de Dios; pero es la súplica también por nuestro mundo roto por tantas
miserias y tantas ambiciones, por tanta violencia y por tanta guerra, por
tantos orgullos que nos dividen y crean barreras, es la súplica que se hace
compromiso por la paz.
No
olvidemos, como nos dice san Pablo, que tenemos que ser ministros de
reconciliación.
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