Para celebrar a Jesucristo rey del universo nos revestimos de las túnicas enrojecidas por la sangre del amor y que han sido lavadas y purificadas en la sangre del Cordero
Daniel 7, 13-14; Sal. 92; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33b-37
Cuando llegamos al último domingo del año litúrgico – entramos en la última semana puesto que ya el próximo domingo iniciamos otro ciclo con el Adviento – la liturgia nos propone esta fiesta de Cristo Rey del universo como resumen y conclusión de todo lo que han sido las celebraciones a lo largo del año, celebrando el misterio de Cristo.
Es una fiesta realmente reciente en la liturgia de la Iglesia, pues se inició en el primer tercio del siglo pasado, aunque su celebración tenía lugar en el último domingo de octubre; fue con la reforma del año litúrgico a partir del Concilio Vaticano II cuando se trasladó a este último domingo. Una fiesta nacida en unas connotaciones particulares que se vivían entonces en la Iglesia y en el mundo y que de alguna manera nos marca la imagen que en el fondo tenemos de esta fiesta con signos inequívocos de un sentido de cristiandad que se vivía en aquel momento; las imágenes de la realeza de Cristo están un poco marcadas de un cierto triunfalismo pero que con la reforma litúrgica en cierto modo se han querido purificar.
Aunque con esa tradición reciente, como hemos mencionado, sin embargo era la imagen de Jesús que se presentaba en los primeros siglos del cristianismo. Aquellos bellos mosaicos del Pantocrátor de muchas iglesias orientales y realizadas luego también en el occidente cristiano nos presentan esa figura de Jesús como el centro de toda la creación, en cierto modo, como ahora queremos expresar como Rey del universo. Ya san Pablo en los himnos litúrgicos que nos recoge en sus cartas nos habla precisamente de ese recapitular todo en Cristo.
En el evangelio de la liturgia de este ciclo precisamente se nos presentará a Jesús en el momento que humanamente menos se nos puede presentar como rey, pero que sin embargo recoge todo su sentido profundo de la realeza de Cristo. Jesús está siendo juzgado ante el procurador romano donde le acusan de que se ha venido presentando como rey desde Galilea hasta llegar ahora a Judea. Y ahí surge la pregunta de Pilato, ‘¿Con que tú eres rey?... ¿eres tú el Rey de los judíos?’
‘Mi reino no es de este mundo… mi reino no es de aquí…’ le responde Jesús. No tiene ejércitos que ahora vengan a defenderle o a vengarle. El puñado de sus más fieles y cercanos seguidores, a la hora del desprendimiento, se dispersó y huyeron. Allá estarán algunos encerrados en el cenáculo por miedo a lo que les pudiera pasar. Pero Jesús no niega que sea rey.
Es otra la manera. Es lo que les había enseñado a sus discípulos, no habían de aspirar a ser como los poderosos y reyes de este mundo. Eran otros los valores; era otro el sentido; quien quisiera ser grande tenía que hacerse el último y el servidor de todos. Y es como ahora vemos a Jesús, como el último, despreciado por todos, abofeteado por la soldadesca, humillado al ser presentado como rey pero para la burla y comparado con un malhechor al que la gente prefiere.
‘Tú lo dices, soy rey; yo para esto he nacido y para esto he venido a este mundo, para dar testimonio de la verdad’. Lo tiene claro Jesús. Pilato preguntará qué es la verdad, porque no había oído antes a Jesús proclamar ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida’. Ahora la estaba demostrando con su entrega, con su amor.
Había anunciado Jesús el Reino de Dios desde el principio y nos había ido señalando sus características que no acabábamos de entender. Ahora lo podemos comprender, aunque las gentes griten en su contra; ahora será proclamado desde lo alto de la cruz, aunque los judíos querrán que se cambie el título; ahora está siendo el más grande porque es el último, porque es el que más ama, porque es el que entrega su vida por los que ama, que entrega su vida por nosotros. Tenemos que proclamar en verdad que Jesús es Rey.
Y a ese Rey queremos seguir nosotros, a ese Reino ponemos en el centro de nuestros corazones, en ese estilo nosotros queremos vivir, de ese reinado nosotros queremos participar, de ese sacerdocio nosotros nos queremos revestir. Con crisma hemos sido consagrados, como eran consagrados los reyes, los profetas, los sacerdotes, para ser con Cristo sacerdotes, profetas y reyes.
No olvidemos lo que ha significado el bautismo para nosotros. Ha sido un nacer de nuevo, un hombre nuevo que es con Cristo Sacerdote, profeta y rey. Ese perfume del crisma (sabemos que está hecho de aceite y perfume) nosotros tenemos que hacer notar en ese estilo nuevo que vivimos. Por eso el cristiano allá por donde pasa va dejando tras de sí ese perfume del amor.
Y es eso lo que hoy estamos celebrando. No nos revestimos de aterciopelados ropajes ni llevamos sobre nuestras cabezas doradas coronas; nos revestimos de la túnica de Cristo enrojecida con su sangre derramada por el amor; es lo que nos tiene que distinguir, porque esas túnicas han sido lavadas y purificadas en la sangre del Cordero y así un día formaremos parte de esa multitud innumerable que canta la gloria de Dios en el cielo.
Ahora ya comenzamos a entonar ese cántico de gloria con nuestra entrega y nuestra solidaridad, con nuestro amor y con la generosidad de nuestro corazón, con el espíritu de servicio y cuando hemos sido de verdad capaces de hacernos los últimos y servidores de todos. Es la forma como tenemos que celebrar que Jesucristo es el Rey del universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario