Que
podamos escuchar esa bienaventuranza del Señor que nos llama dichosos por haber
creído sin haber visto abriendo las puertas del cenáculo de nuestro corazón
Efesios 2, 19-22; Sal 116; Juan 20, 24-29
‘Tomás, uno de los Doce, llamado el
Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús…’ así comienza diciéndonos el relato del evangelio. Los
discípulos tras todo lo que había sucedido aquellos días en Jerusalén, y de
manera especial cuanto había sucedido con su Maestro al que habían prendido,
entregado en manos de los gentiles y crucificado, estaban encerrados en aquella
sala que le habían facilitado para la cena pascual.
Estaban con las puertas cerradas por
miedo a los judíos. Pero Tomás no
estaba; más liberal que los otros, con menos miedo pensando que a él no le iban
a hacer nada, quizá explotando por aquel encierro que ya se le hacia
insoportable, el hecho es que no estaba con el resto cuando vino Jesús.
Durante la mañana habían corrido toda
clase de noticias porque el sepulcro estaba vacío, porque algunas mujeres
hablaron de aparición de ángeles, porque algunas contaban su experiencia de
haber visto a Jesús, Pedro y Juan habían acudido también al sepulcro, y lo habían
encontrado como habían dicho las mujeres, algunos discípulos se habían ido a
sus casas como los de Emaús, pero hasta entonces ellos no habían visto a Jesús.
Cuando regresa Tomás al fin se
encuentra con la noticia. ‘Hemos visto al Señor’. Pero él no estaba, él
no lo ha visto, y para creer lo que le dicen exige pruebas. Meter sus dedos en
las hendiduras de los clavos, meter su mano en la llaga del costado. Si no lo
veo, no lo creo. Por eso a los ocho días, y ahora sí estaba Tomás con ellos,
cuando Jesús vuelve a manifestárseles será Jesús el que se acerque al incrédulo
Tomás para ofrecerle las hendiduras de sus manos y la llaga de su costado para
meta los dedos, para que meta la mano. Y ya sabemos la reacción de Tomás, que como
se suele decir se queda mudo por la sorpresa, aunque si podría pronunciar
aquellas palabras que serán una hermosa confesión: ‘¡Señor mío y Dios mío!’
‘¡Dichosos los que crean sin haber
visto!’ será la afirmación de Jesús.
Una afirmación que viene para nosotros. Aunque muchas veces también nos entra
la misma tentación y duda de Tomás, creemos por el testimonio de los Apóstoles,
por el testimonio de cuantos antes que nosotros han creído también en Jesús y
su experiencia nos ha valido a nosotros para tener la misma experiencia.
‘Hemos visto al Señor’, nos dicen aquellos primeros testigos, pero será
también el testimonio que a través de los siglos se ha ido pasando de boca en
boca. Porque quienes en verdad ponen su fe en Jesús no necesitarán de esa
experiencia física que podríamos llamarla sino que la experiencia espiritual
que han vivido en sus vidas es como si hubieran visto al Señor también y es lo
que nos han transmitido.
Es la experiencia que también nosotros
hemos de vivir porque con la fe abrimos las puertas del cenáculo de nuestro
corazón para que Jesús esté ahí también en medio, en medio de mi vida y a
través de mi vida pueda estar también en medio de nuestro mundo. Es lo que
tenemos que vivir y lo que tenemos que trasmitir.
Algunos en ocasiones nos pedirán
razones y pruebas, como dicen ellos, para poder creer. No son esas pruebas
basadas en razonamientos humanos, que también podríamos ofrecer, los que de
verdad van a despertar la fe; la prueba está en nuestra propia vida, en cómo
nosotros vivimos precisamente a partir de esa fe que decimos que tenemos en
Jesús. Desde esa fe nuestra vida tiene que sentirse transformada, porque hay
algo que sentimos en nuestro corazón, en lo más hondo de nosotros mismos, que
nos será difícil muchas veces de explicar pero es la alegría y el gozo de su
presencia que nos transforma.
Abramos esas puertas que muchas veces
tenemos muy cerradas en nuestro espíritu para que pueda despertarse en nosotros
ese don de la fe que Dios nos concede. Aunque El puede entrar como entró en el
cenáculo sin que fuera necesario abrir las puertas, El quiere contar con
nosotros, con esa apertura a la fe que nosotros tengamos en nuestro corazón
para inundarnos con su presencia y con su vida.
Es lo que nos enseña esta fiesta de
Santo Tomás Apóstol que hoy estamos celebrando. Que podamos escuchar esa
bienaventuranza del Señor que nos llama dichosos por haber creído sin haber
visto abriendo las puertas del cenáculo de nuestro corazón.
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