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domingo, 27 de septiembre de 2020

Una invitación a esperar siempre la misericordia con nuestro arrepentimiento y a tener una mirada nueva hacia los demás que nunca será de juicio ni condena sino de misericordia

 


Una invitación a esperar siempre la misericordia con nuestro arrepentimiento y a tener una mirada nueva hacia los demás que nunca será de juicio ni condena sino de misericordia

Ezequiel 18, 25-28; Sal 24; Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32

La parábola que nos propone Jesús hoy en el evangelio podíamos decir que es algo que sucede todos los días; esa reacción diversa que podemos tener cuando se nos recuerda lo que tenemos que hacer podíamos decir que está a la orden del día; el rebelde que siempre está diciendo que no a todo lo que se le dice, pero que luego recapacita y hace aquello que se le ha señalado, pero también el que promete y promete pero al final de todo se olvida y nada hace.

Es algo que es demasiado frecuente porque solemos decir que estamos cansados de palabras y de promesas, porque todo el mundo nos promete poco menos que el paraíso en la tierra porque con su gestión las cosas van a marchar muy bien, se van a eliminar todas las corruptelas y las cosas funcionarán de maravilla; parece que tienen la varita mágica para resolver todos los problemas que otros no han sabido resolver. Y todos me entenderéis que podemos hablar de las famosas promesas electorales que todos nos hacen y con ellos todo seria una maravilla, pero la experiencia nos dice que se quedan en eso, en promesas electorales.

Pero no es necesario que nos metamos con el mundo de la política, que ya sabemos que es una realidad, sino que tenemos que darnos cuenta que eso nos sucede a todos, nos sucede a ti y a mi, personas sin mayor relevancia, pero que también en nuestra vida nos prometemos muchas cosas, porque vamos a cambiar, vamos a ser mejores, tras un momento en que recibimos un impacto fuerte en la vida nos prometimos y dimos la palabra de que la vida nos la íbamos a tomar de otra manera, pero bien sabemos que pronto lo olvidamos.

Porque claro aquí, cuando estamos escuchando la Palabra de Dios aunque también la Palabra nos haga un juicio sobre el estado de nuestra sociedad, pero sobre todo tiene que llegar a lo personal de cada uno y no temer verse denunciado en esas corruptelas que también tenemos en nuestra vida. Es una palabra que tendrá que interpelarnos en nuestra vida personal y hacernos ver, por ejemplo, cuan inconstantes somos en nuestros propósitos, cuantas veces nos decimos que vamos a ser mejor, pero seguimos con nuestros apegos y nuestras rutinas.

Pero esta Palabra que nos dirige el Señor hoy es también una invitación a la esperanza. Una invitación a la esperanza porque tenemos la certeza de que el Señor es paciente y siempre está a la espera de nuestra respuesta. Es una invitación a nuestro personal arrepentimiento, pero es también una invitación a tener una mirada distinta hacia los demás.

Somos fáciles al juicio y a la condena; ahora mismo cuando al escuchar la parábola veíamos por un lado al rebelde que no quería obedecer o al que prometía y no cumplía por otra parte, ya en nuestro interior estábamos haciendo nuestros juicios de condena. Vemos cualquier actitud o postura en los demás que no nos agradaba y ya estamos manifestando nuestro malestar, o lo que es peor nuestra condena, olvidándonos quizá de la viga que llevamos en nuestros ojos.

Digo que lo que hoy nos dice Jesús nos hace tener otra mirada comprensiva hacia los otros, porque empezamos por darnos cuenta de nuestra propia debilidad y entonces podemos comprender la debilidad de los demás. Porque sentimos la misericordia de Dios sobre nosotros mostremos esa misma misericordia siempre con los demás.

Pero es que Jesús les dice a aquellos sumos sacerdotes y ancianos del pueblo a los que dirige directamente la parábola, que ellos se pueden considerar justos, pero que tengan en cuenta que los publicanos, los pecadores y las prostitutas se les van a adelantar en el Reino de los cielos, porque están más prontos a reconocer su pecado y arrepentirse.

Les recuerda lo que sucedía con la gente que iba a escuchar a Juan; nunca aquellos principales del pueblo se sometieron al bautismo penitencial de Juan - iban más bien pidiéndole credenciales al Bautista de por que hacía lo que hacia allá en la orilla del Jordán -, pero los pecadores reconocían su pecado y allá se sumergían en aquellas aguas purificadores como un signo de penitencia.

¿No será también esta Palabra una interpelación a la Iglesia para que sepamos buscar siempre y por encima de todo el espíritu y el sentido del evangelio abandonando algunas actitudes que podamos tener ante lo que sucede en el mundo? Algunas veces aparecemos demasiado puritanos y no mostramos las señales de la misericordia con todos los pecadores, sea cual sea el pecado en que hayan caído. No puede ser la iglesia juzgadora sino la Iglesia misericordiosa que muestra el rostro compasivo y misericordioso de Dios.

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