No nos podemos quedar en la distancia del que está en la
oscuridad sino que tenemos que acercarnos para caminar con él, tenderle nuestro
brazo en el que se apoye
1Samuel 16, 1b. 6-7. 10-13ª; Sal 22; Efesios
5, 8-14; Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38
¿Quién no desea
ardientemente la luz? ¿Quién prefiere andar en la oscuridad de una ceguera y
desecha alcanzar la luz? Que se lo pregunten a quien ha perdido la luz de sus
ojos que se han quedado ciegos y sin poder ver; que se lo pregunten a un ciego
de nacimiento que no sabe lo que es la luz y que permanentemente ha caminado
toda su vida en tinieblas.
Pero entendemos muy
bien que cuando hablamos de luz y de tinieblas, de visión o de ceguera no solo
estamos refiriéndonos a la luz que podemos contemplar a través de los ojos físicos
de la cara, sino que también hay otras cegueras en la vida cuando no queremos
comprender, cuando nuestra mente se encierra, cuando no sabemos aceptar lo que
otros desde su conocimiento o su experiencia de la vida pueden ofrecernos y
darnos un sentido nuevo a lo que hacemos y a lo que vivimos. Y aquí sí tenemos
que decir que nos podemos encontrar con quienes prefieren seguir en sus
tinieblas de siempre y en su oscuridad.
Es lo que nos está
planteando el evangelio en este tercer domingo de cuaresma en que
tradicionalmente leemos este texto de la curación del ciego de nacimiento.
Aquel hombre, aunque quizá pareciera resignado a su ceguera y a su pobreza
pidiendo en las calles de Jerusalén deseaba la luz para sus ojos, pero no se
quedó en el hecho de ir a lavarse a Siloé como le había pedido aquel
desconocido para él sino que luego siguió buscando la luz verdadera, a pesar de
la oposición de los que le rodeaban hasta que la encontró.
No entramos en la
descripción del hecho que bien conocemos y tenemos bellamente descrito en el
texto del evangelio. Sí vamos a seguir un camino, un camino lleno de
obstáculos, que no eran solo ya los que en su ceguera habían encontrado siempre
y había aprendido a sortear, sino en los nuevos obstáculos de los que se negaban
a encontrarse con la luz. Porque quizá tendríamos que decir que los verdaderos
ciegos en este relato son aquellos escribas, fariseos y sacerdotes de Jerusalén
que no querían aceptar la luz que quería iluminarles.
Ya vemos todas las
zancadillas que van poniendo al ciego curado al que finalmente hasta lo
expulsan de la sinagoga por no querer reconocer la obra de Dios que allí se
estaba manifestando. La luz verdadera que había venido a este mundo pero que
las tinieblas rechazaban, como se nos expresa ya desde el principio del
evangelio de Juan. Es la bella imagen con la que comienza el evangelio pero que
se va entrelazando en los distintos momentos hasta que lleguemos en verdad a
reconocer que Jesús es la verdadera luz de todos los hombres. ‘Yo soy la luz del mundo y el que me sigue no
camina en tinieblas’, que nos dirá Jesús en un momento determinado.
Muchas consideraciones
nos podemos hacer a partir de este bello texto. Para nuestra vida que
necesitamos iluminar de verdad, porque bien que hemos de reconocer que aunque
nos decimos creyentes y queremos seguir a Jesús y su evangelio hay muchos
momentos que en nosotros está esa lucha entre las tinieblas y la luz.
Nos llenamos de dudas
en ocasiones y como el ciego que no ve y no sabe donde encontrar la luz nos
ponemos a tantear a nuestro alrededor dejándonos encandilar por falsas luces
que nos engañan; serán otras veces las pasiones y las tentaciones que nos
arrastran y nos hacen tropezar llenándonos del barro de nuestros pecados que
todo lo oscurece en nosotros. Cuántas zancadillas que nos engañan y nos hacen
tropezar.
Pero algo más tenemos
que pensar mirando al mundo que nos rodea. Aquel ciego allí al borde de la
calle de Jerusalén que grita quizá en su pobreza pidiendo limosna, o que está
esperando una mano amiga que le ayude a caminar sin tropiezos en la venida
desde su casa o en su regreso, nos puede estar hablando de ese mundo que nos
rodea envuelto en tanta oscuridad y que de alguna manera también nos está
tendiendo una mano, solicitando la prestación de un servicio por nuestra parte.
Es cierto que podemos
pensar en aquellos que andan ufanos en medios de sus tinieblas o sus luces
engañosas y se creen no necesitar de una luz que ilumine con un sentido nuevo
sus vidas a los que tampoco podemos dejar a su suerte. Como podemos pensar en
los que realmente están ansiosos de una nueva luz que no saben donde encontrar
y que de alguna manera están fijándose en nosotros a ver qué es lo que le
podemos ofrecer.
Ya nos dice Jesús que
tenemos que ser luz en medio del mundo. Es una misión y una tarea de la que no
nos podemos inhibir. Tenemos que llevar esa luz aunque la tarea en uno o en
otro caso siempre sea difícil y muchas veces podemos encontrar – de hecho
encontramos – rechazo. Tenemos que mantener bien encendida esa lámpara en
nosotros y mantener siempre el aceite suficiente para que la lámpara esté
siempre encendida. Tenemos que cuidar nuestra luz, porque nos dejamos iluminar
por Cristo que es la verdadera luz que tenemos que trasmitir.
‘Que vean vuestras
buenas obras, nos
dice Jesús, para que den gloria al Padre del cielo’. Las obras de la luz
que tienen que resplandecer en nosotros en nuestro amor y en nuestra
misericordia, en ese llevar a los ojos del ciego el barro amasado con nuestro
amor para que lavándose en Siloé al abrir los ojos se encuentre de verdad con
Cristo y también se llene de su luz.
No nos podemos quedar
en la distancia. Tenemos que acercarnos al que está en la oscuridad para
caminar con él, para tenderle nuestro brazo en el que se apoye. Tenemos que ir
al encuentro del que está tanteando en su búsqueda para señalarle donde está la
verdadera luz. Son los gestos que hoy vemos hacer a Jesús. No pasó de largo
cuando lo encontró al borde de la calle, se interesó por él e hizo que los discípulos
también se interesaran. Y cuando parecía que las zancadillas no se acababan
para impedir que aquel hombre siguiera disfrutando de su nueva luz, Jesús le
viene al encuentro para que creciera en verdad su fe. Cuántas cosas podemos
hacer, cuántas cosas tenemos que hacer.
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