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lunes, 18 de noviembre de 2019

Que llegue a nosotros ese toque de gracia para que despertemos, para que abramos los ojos, para que se nos despierte la fe y el amor en nuestro corazón


Que llegue a nosotros ese toque de gracia para que despertemos, para que abramos los ojos, para que se nos despierte la fe y el amor en nuestro corazón

Macabeos 1,10-15.41-43.54-57.62-64; Sal 118; Lucas 18,35-43
Ahora sí que lo entiendo, ahora sí que lo veo claro. Hoy ocasiones en que nos obcecamos con alguna determinada cosa que aunque nos digan que está muy claro parece que nosotros tenemos la mente cerrada que no terminamos de ver claro. Cuantas discusiones surgen por cosas así, en que al final parece que estamos diciendo lo mismo pero nosotros no nos apeamos de nuestra obcecación. Y no lo queremos reconocer y nos aferramos a nuestras ideas o a nuestro pensamiento y no vemos otra cosa con claridad. Nos hace falta un punto de luz, una palabra, un gesto quizá que observamos en los demás para que despertemos de esa cerrazón y ahora sí digamos que lo vemos claro, que lo entendemos.
Hay cegueras y cegueras. No es solo que nuestros ojos hayan perdido la capacidad de ver, que tengamos una limitación en nuestros órganos visuales, sino que muchas veces es el sentido hondo que hay en nosotros el que está ciego y no queremos ver ni entender. Alguna vez somos interesados en esas cegueras, y pasamos de largo para no enterarnos, para no ver la realidad de las cosas, o buscamos disculpas para no ver ni escuchar porque quizá nos molesta por dentro ver con claridad, ver la verdad de las cosas, o nos respaldamos en los otros tan ciegos como nosotros y ¿cómo un ciego podrá guiar a otro ciego?
Junto al camino en las entradas o salidas de Jericó había un ciego al borde del camino pidiendo la compasión de los que pasaban. Eran limitaciones frecuentes en aquellos lugares de una luz extremadamente brillante como podía ser aquel valle del Jordán que realmente era una depresión en la tierra – estaba más bajo que el nivel del mar – y con aquel resplandor del sol hacia evaporarse incluso el agua del Jordán al llegar a aquel lago que por las sales que allí se acumulaban precisamente se le llama el Mar Muerto.
Comprendemos la multitud de ciegos de aquellos lugares donde la higiene no era muy favorable y los remedios y soluciones no eran las que hoy podamos tener; con qué facilidad un colirio, unos cristales debidamente preparados o las distintas cirugías hoy nos curan las deficiencias que podamos tener en nuestra visión evitando así la ceguera. Ser ciego entonces llevaba a una pobreza extrema al impedirle poder realizar un trabajo para su propia subsistencia y por eso los veremos por los caminos moviendo a compasión a los transeúntes para obtener lo mínimo y elemental para poder vivir.
Como paréntesis hemos hecho referencia a estos detalles que nos pueden valer para comparar la situación de aquellos ciegos de entonces con lo que hoy podamos encontrar, pero para ver también y comparar algunas actitudes que nos pueden aparecer a nosotros hoy. Como decíamos al borde el camino estaba aquel ciego pidiendo limosna cuando oye el paso de un grupo grande de gente, que le dirán que es Jesús quien pasa. Y el ciego que quizá alguna vez había oído hablar de aquel profeta de Galilea se pone a gritar pidiendo compasión y misericordia para su ceguera. Pero los que acompañaban a Jesús por el camino quieren hacerlo callar porque molestaba al Maestro.
¿A quien molestaban realmente aquellos gritos? ¿Quizá no sería más a aquellos que acompañaban a Jesús, acaso porque sus gritos les impedían escuchar claramente lo que les iba hablado Jesús? ¿O sería quizá porque ellos querían pasar de largo y aquellos gritos los interpelaban, era un grito a la insensibilidad de sus conciencias? ¿Quiénes realmente seria entonces los ciegos?
Pero Jesús no pasa de largo, se detiene y lo manda buscar. Ahora sí que le ayudan a levantarse para que vaya ligero hasta que Jesús le llama. El gesto de Jesús les hace cambiar la perspectiva. Quienes antes se sentían molestos con el ciego ahora se vuelven obsequiosos para traerlo ante Jesús. ¿Nos querrá decir esto algo a nuestras posturas vacilantes, que oscilan de un lado a otro según qué circunstancia porque quizá estamos medio ciegos y no tenemos las ideas muy claras? Ya decíamos de alguna manera que muchos gestos y detalles que encontramos en el texto del evangelio pueden ser en verdad una interpelación para nosotros.
Allí hubo un encuentro entre la fe y el amor y cuando los unimos de verdad surge la vida. Está la fe confiada de aquel hombre que se encuentra con el amor misericordioso de Jesús y todo se llenó de luz. ‘Tu fe te ha curado’, le dice Jesús. Sus ojos se abrieron ahora lo seguía por todas partes alabando a Dios. ¿Estarán de verdad unidos en nosotros la fe y el amor? Algunas veces damos rodeos para no encontrarnos con el que está tirado al borde del camino acaso por llegar temprano al templo. Cerramos los ojos para no ver y ahora somos nosotros los ciegos.
Que llegue a nosotros ese toque de gracia para que despertemos, para que abramos los ojos, para que se caigan las escamas de nuestras cegueras de nuestros ojos, para que terminemos de ver claro, para que haya una nueva luz no ya en nuestros ojos sino en toda nuestra vida, para que se nos despierte la fe y el amor en nuestro corazón.

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