Las
lágrimas de Jesús por su ciudad de Jerusalén trascienden el tiempo y la
historia para ser lágrimas por el hoy de nuestra vida, de nuestra Iglesia, de
nuestro mundo
2Macabeos 2, 15.29; Sal 49; Lucas 19, 41-44
Hay momentos y situaciones en las que
nos afloran los sentimientos y fácilmente nos brotan las lágrimas de nuestros
ojos. Es la emoción ante una alegría grande que nos sobreviene cuando quizá no
lo esperábamos, pero será la tristeza que embarga el corazón en momentos
difíciles de dolor no solo físico sino muchas veces porque nos duele el alma;
puede ser la incomprensión que vemos en los demás por lo que hacemos; aunque no
busquemos gratitudes y alabanzas porque en nosotros predomina la gratuidad, sin
embargo no apreciamos el fruto de lo que hacemos en la reacción de los otros
sino más bien quizá posturas negativas y enfrentamiento.
Es triste la ingratitud y aunque en
nuestro corazón haya buenos deseos de perdonar, son cosas sin embargo que nos
duelen en el alma. Queramos o no, somos personas sensibles, hay sensibilidad en
nuestro espíritu y aunque queramos parecer fríos sin embargo hay sentimientos
que afloran sin que lo podamos remediar. De alguna manera en esa lucha interior
en que queremos mantener el dominio de nosotros mismos, podemos aparecer también
como signos de contradicción.
Jesús era consciente de que era un
signo de contradicción. El ofrece su amor e invita a escucharle y a seguirle.
No es frío, sin embargo, ante la reacción de ingratitud que pueda encontrar a
los demás, aunque sabia muy bien que su camino era un camino de pascua. La
gente sencilla se entusiasmaba con El, le escuchaba con agrado y muchos eran
los que querían ser sus discípulos. Estaban también los que le rechazaban quizá
porque no llegaran a comprender el sentido nuevo de vida que Jesús nos ofrecía,
o quizá podían ver en peligro sus situaciones de privilegio.
Ahora caminaba hacia Jerusalén y bien
sabía El que caminaba hacia la Pascua y aquella pascua iba a ser bien distinta.
No era solo un cordero inmolado como recuerdo de aquella primera pascua de la
salida del pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto, sino que ahora iba a ser
la Pascua verdadera, el paso definitivo de Dios que nos ofrecía la salvación
eterna, el momento en que el verdadero Cordero Pascual iba a ser inmolado y su
sangre seria para nosotros precio de redención eterna. Era la Sangre, sangre de
la Alianza nueva y eterna para nuestra salvación.
Bajando el monte de los Olivos,
contemplando enfrente todo el esplendor de la ciudad santa con la suntuosidad
del templo en primer término nos dice el evangelista que Jesús lloró. Una
pequeña capilla en la bajada del monte hoy sigue recordándonoslo. Llora Jesús
ante aquella ciudad donde ha prodigado sus signos, donde ha enseñado con
insistencia la llegada del Reino de Dios y como hay que acogerlo desde lo hondo
del corazón, pero siente también el rechazo de tantos y Jesús llora.
No es el temor a lo que aquel rechazo
pudiera significar para El en su muerte, porque sabía bien que era el Cordero
que había de inmolarse. Era el llanto y el sufrimiento al ver cuantos
rechazaban la gracia, la vida nueva que El les ofrecía. Aquel llanto de Jesús,
en primer lugar por aquella ciudad santa que un día había de destruirse, era
algo más porque trascendía los tiempos y la historia para contemplar a cuantos
siguen rechazando la gracia, a cuantos dan la espalda y se hacen oídos sordos
para no escuchar la invitación a la gracia, la invitación a la vida.
Esas lágrimas de Jesús llegan hasta el
hoy de nuestra vida y de nuestra historia. Porque esas lágrimas hemos de
reconocer son por ti y por mí con tantas respuestas negativas que seguimos
dando en la historia de nuestra vida. Esas lágrimas son también por el hoy de
nuestra sociedad, el hoy de nuestra Iglesia, el hoy de nuestro mundo. ¿Seguiremos
siendo insensibles nosotros que esas lágrimas de Jesús no lleguen a mover
nuestro corazón?
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