Solo
el que tiene afinado el corazón en el amor será capaz de descubrir a Jesús
incluso en la lejanía y esa es la sintonía de amor que tendría que sonar hoy en
la Iglesia
Hechos 5, 27b-32. 40b-41; Sal 29;
Apocalipsis 5, 11-14; Juan 21, 1-19
Seguimos saboreando los olores de la
Pascua; seguimos con la alegría pascual en el corazón y queriendo envolver toda
nuestra vida; la liturgia se sigue rodeando de los signos pascual en el blanco
resplandeciente de los ornamentos litúrgicos, pero en el color de primavera que
todo lo envuelve y perfuma con el olor de las flores. Parece como si todo
resplandeciera de una forma especial y la liturgia nos muestra numerosos signos
de ese gozo vivo del corazón al cantar a Cristo resucitado. Y hemos de tener
cuidado que no se nos muestren no solo las flores de nuestros adornos, sino más
bien el corazón a causa de que entremos de nuevo en la rutina que nos hace
olvidar aquel primer fervor.
Los textos de la liturgia tienen olores
y color de pascua y toda la palabra de Dios proclamada sigue mostrándonos a
Cristo resucitado e invitándonos a proclamar de forma viva nuestra fe. Vayan a
Galilea y allí me veréis era el mensaje que trasmitieron en nombre de Jesús las
mujeres a los discípulos cuando les anunciaron la resurrección. Y el texto del
evangelio de Juan nos sitúa de nuevo en el lago de Tiberíades en Galilea
testigo de tantos momentos vividos con Jesús.
Allá estaba parte del grupo de los
apóstoles y siguiendo a Pedro habían cogido de nuevo sus barcas y aquella noche
se había ido de nuevo a pescar. No entramos ahora en las circunstancias que
vivían o los sentimientos que podían embargarles para volver de nuevo a la
pesca, sino que nos quedamos contemplando el hecho que tanto nos puede decir y
enseñar. Tampoco aquella noche habían recogido ningún fruto de su trabajo.
Es allí cuando están en sus faenas, con
el desanimo quizá de una noche de trabajo en balde, cuando Jesús les viene a su
encuentro. No lo reconocen. Nos escudamos tantas veces en que no había
amanecido lo suficiente, pero si escucharon su voz que tampoco reconocieron.
Demasiado enfrascados estaban en sus faenas o en sus desánimos.
Como tantas veces que oímos y no
escuchamos, que vemos pero no observamos ni prestamos atención. Estamos quizás
en lo nuestro, en nuestras cosas, en nuestras preocupaciones y pasan maravillas
delante de nosotros y no somos capaces de sorprendernos. Hará falta quizá una
mirada distinta, hará falta una sintonía del corazón que solo con la cuerda
tensada del amor podríamos sintonizar de verdad. ¿Andaremos desafinados algunas
veces en nuestra sintonía? ¿Qué nos podrá hacer perder esa afinación?
Hay un diálogo entre el desconocido y
los pescadores del barco que al final se dejarán conducir por las indicaciones
que se les hacen desde la orilla. Habrá peces en abundancia y todas aquellas
sombras de desánimo quizá se transformaron en la alegría de la pesca
inesperada. ¿Habrían olvidado la pesca que un día hicieran en ese mismo lago
siguiendo las indicaciones del Maestro? Pero a alguien se le tensó la cuerda del
amor – era el discípulo amado – para susurrar a Pedro que quien está en la
orilla es el Señor. No fueron necesarias muchas palabras para que Pedro saltara
al agua para llegar pronto a los pies de Jesús. Los demás vendrían arrastrando
la red llena de peces de todas clases.
Cuando todos están en tierra Jesús les
invita a comer, que sobre unas brasas había ya unos peces y se había preparado
también el pan. Nadie se atrevía a preguntar porque todos ahora sí sabían que
era Jesús. Eran ya muchos los signos que se iban sucediendo para que al fin se
les abrieran los ojos y se encontraran de verdad con Jesús resucitado que había
venido a su encuentro allí donde estaban con sus faenas, como se había
encontrado en otra ocasión con los discípulos que hacían camino a su casa en la
que le ofrecieron hospitalidad.
¿Tendremos que tensar las cuerdas del
amor que muchas veces también a nosotros nos desafinan? Por eso la pregunta de
Jesús a Pedro repetida tres veces. Preguntas a Pedro que presumía tanto de
querer a Jesús que un día había dicho que estaba dispuesto a morir por El, pero
sin embargo porque la carne es débil no solo se había dormido en el huerto sino
que le había negado en el patio del pontífice.
No era solo el mantenerle la promesa
que un día le hiciera de ser piedra sobre la que fundamentar su Iglesia señalándole
ahora como debía pastorear a los corderos y a las ovejas, sino que era
necesario fundamentar bien el corazón en el amor porque sin eso no habrá nunca
verdadera seguimiento de Jesús ni habrá verdadera comunión de hermanos en la
Iglesia que estaba naciendo.
¿No será por esa falta de afinación y sintonía
por lo que nos encontramos con la atonía de tantos cristianos que viven con
frialdad su fe? Hoy nos quejamos mucho de los males de la Iglesia, de tantas
cosas que nos desagradan y que se pueden convertir en contra testimonio frente
al mundo al que tendríamos ir como verdaderos mensajeros del evangelio, pero
¿no podrá sucedernos que se nos está enfriando el amor, que se nos están
aflojando esos lazos del amor con los que tenemos que crear verdadera comunión
de hermanos entre todos los que creemos en Jesús?
Triste sería que a la iglesia la convirtiéramos
en una organización más en medio de la sociedad pero donde no estamos dando ese
testimonio valiente de comunión y de amor que sería el que nos impulsara a ese
anuncio del evangelio en medio del mundo. ¿Será esa la imagen que ven en
nosotros, que ven en la Iglesia, los que están lejos de ella o el mundo que nos
rodea?
Fijémonos que hoy nos ha dicho el
evangelio que solo el que tenia afinado su corazón en el amor – era el discípulo
amado – fue capaz de descubrir a Jesús en la lejanía. ¿Seremos capaces de
descubrir a Jesús allí donde quiere El que le encontremos? Y ya sabemos donde y
en quienes hemos de reconocerle. Por eso el evangelio hoy nos interpela con esa
triple pregunta sobre nuestro amor. ¿Cuál es la respuesta que verdaderamente
podremos dar?
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