Que en el Hogar de Nazaret encontremos estimulo y por su mediación esa gracia que tanto necesitamos para renovar nuestras familias
Eclesiástico 3, 3-7. 14-17ª; Sal
127; Colosenses 3, 12-21; Lucas 2, 41-52
La liturgia nos ofrece en medio de la solemnidad de la octava de la
navidad esta celebración en que se nos invita a mirar a la Sagrada Familia de
Nazaret, de Jesús, María y José. Aquel hogar en medio del cual Dios quiso nacer
al hacerse hombre para así expresarnos con toda intensidad lo que significa
Emmanuel, como estaba anunciado en la Escritura y señalado por el ángel,
verdadero Dios en medio de los hombres.
De infinitas maneras porque así infinita es la Sabiduría y el poder
divino podía haberse escogido Dios para hacerse presente entre nosotros los
hombres para traernos la salvación. De muchas maneras se había ido manifestando
a través de la historia de la salvación por medio del ángel del Señor, una
expresión muy utilizada en el Antiguo Testamento, o como se había manifestado
allá en el Horeb en medio de una zarza ardiendo, o en el esplendor temeroso del
ruido y fuego de la tormenta como en el Sinaí, o cómo nos había hablado a través de los
profetas.
Ahora en la plenitud de los tiempos Dios quiere hacerse hombre y se
encarna en el seno de una mujer y en medio de una familia. Así lo hemos
contemplado continuamente en estos días de la navidad y lo veremos igualmente
en la Epifanía; justo es que queramos contemplar aquel hogar de Nazaret y en
medio de aquella familia. Allí nacería y crecería como niño, como joven, como
adulto Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nacido de María y con la presencia
de José, el padre de familia, que aparecería como el padre de Jesús ante los
ojos de los hombres. Allí en
Nazaret ‘Jesús iba creciendo en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres’ como nos dice el
evangelio.
Y es que el ser humano es ahí donde encuentra el camino de su
desarrollo y la plenitud de su ser. Nacimos indefensos, podríamos decir, y
necesitamos del cuidado y protección de unos padres que nos harán crecer al
calor del amor de un hogar. Pero es ese hogar el que se va a convertir en
camino de plenitud para nuestra vida. No será solo el cuidado del sostenimiento
de aquellas necesidades básicas y vitales sino que el calor del amor de unos
padres, de una familia, de un hogar será como el mejor caldo de cultivo para
nuestro crecimiento como persona en el aprendizaje de esos valores que van a
marcar y dar sentido a nuestra existencia, y que van a ser el apoyo constante
con su presencia de nuestro crecimiento y desarrollo personal que nos haga
llegar a una plenitud de nuestra vida.
Célula fundamental de nuestra sociedad hemos dicho tantas veces que es
la familia, escuela de valores que se viven entre el encuentro vivo de amor de
todos sus miembros, apoyo y estimulo para superarnos y madurar afrontando
problemas y dificultades sintiéndonos acompañados en el amor de los que ahí en
esa comunidad de amor caminamos juntos.
Bien nos viene reflexionar en todo esto cuando contemplamos aquel
hogar y familia en la que quiso nacer y crecer como hombre el Hijo de Dios. Nos
hace mirar nuestros hogares con una mirada nueva para por una parte dar gracias
por cuanto en ellos hemos recibido creciendo como personas, base real y
verdadera de lo que somos hoy día aun con las limitaciones que como humanos
hayamos tenido.
Miramos hoy los hogares y las familias y puede dolernos en lo más
hondo de nuestro corazón cuantas cosas los van destruyendo, contemplando
hogares y familias rotos en lo que no siempre se encuentra ese caldo de cultivo
que se necesita para el crecimiento como personas de los hijos. Soñamos con
algo perfecto, pero sabemos de nuestras limitaciones humanas, de nuestras
debilidades y de cuantas cosas se nos pueden meter en nosotros que no
facilitemos ese unidad y esa comunión de amor y vida que tendrían que ser
nuestras familias.
Es el esfuerzo que siempre tenemos que hacer como personas para esa superación
necesaria de nuestras debilidades o de los problemas que nos vayan afectando;
es la búsqueda continua que tenemos que realizar de ese verdadero amor que
vertebre nuestras familias; es esa capacidad de aceptación y también de
comprensión de las debilidades que a todos nos pueden afectar; es ese querer
caminar juntos facilitando el desarrollo personal de cada uno de sus miembros,
porque no hacemos fotocopias sino personas con su propia personalidad e
identidad; es ese ser capaces desde el amor de perdonar los tropiezos y errores
para reemprender una y otra vez ese camino aprendiendo de los errores cometidos
para una mejor madurez humana de cada persona.
De esos valores y virtudes nos ha hablado hoy la Palabra de Dios que
se nos ofrece en esta fiesta. Desde ese respeto, cariño, agradecimiento por lo
recibido, comprensión y ayuda mutua entre padres e hijos, aunque aparezcan los
achaques de una ancianidad como nos decía la primera lectura, o todos esos
valores de los que nos hablaba san Pablo que han de brillar en toda comunidad
humana y cristiana y que de manera especial tienen que resplandecer en nuestros
hogares. Bueno es volver a leer de una forma reposada esas citas bíblicas que
se nos ofrecen, rumiando bien su mensaje para saberlo aplicar a nuestra vida
concreta como individuos y como comunidad familiar.
Hoy es el día de la Familia. Estos días de Navidad han sido propicios
para revivir ese sentido familia en el reencuentro de quienes formamos una
familia sobre todo en esa cena familiar de la Nochebuena y en todos esos
momentos en que nos hemos visitado los unos a los otros para felicitarnos por
la Navidad. Momentos de encuentro, de alegría, de hacer revivir esas vivencias
familiares que tanto nos ayudaron, también para ese perdón que algunas veces
necesitamos. Que no sea fiesta, celebración o vivencia de unos días que pronto
olvidemos, sino que sea principio de una renovación que tantas veces
necesitamos.
Que en el Hogar de Nazaret encontremos estimulo y por su mediación
recibamos esa gracia que tanto necesitamos para renovar nuestras familias
viviendo el momento de hoy pero sin perder esa necesaria comunión y amor.
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