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martes, 1 de enero de 2019

Que el Señor nos bendiga y nos proteja, ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor, se fije en nosotros y nos conceda la paz



Que el Señor nos bendiga y nos proteja, ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor, se fije en nosotros y nos conceda la paz

Números 6, 22-27; Sal 66; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21

‘Ya podemos estar en paz’, decimos cuando hemos luchado por algo y al final lo  hemos conseguido a pesar de las dificultades y contratiempos del camino; nos sentimos en paz cuando hemos actuado con rectitud, sin dejarnos influir, obrando correctamente; nos sentimos en paz cuando tenemos el deber cumplido; nos sentimos en paz cuando a pesar de los tumultos externos que podamos encontrar o sufrir en la vida sin embargo logramos tener serenidad en nuestro espíritu; nos sentimos en paz cuando decimos la verdad, pero lo hacemos con delicadeza sin querer herir a nadie; nos sentimos en paz cuando logramos trabajar unidos, cada uno actuando con responsabilidad en su faceta y logrando que esa unión nos fortalezca en nuestra lucha por hacer un mundo mejor…
Podríamos decir aun muchas mas cosas, pero  nos damos cuenta que la paz no es solo la ausencia de violencias externas, o la ausencia de la guerra, porque quizá tras apagarse el ruido de esas armas violentas tenemos que lograr serenar los espíritus para que no  haya odios ni resentimientos, al tiempo que recuperamos muchas cosas perdidas cuando vivíamos en medio de enfrentamientos, cuando logramos desarrollar la vida, los valores de todos y vamos consiguiendo una nueva armonía.
Me hago esta reflexión sobre la paz, que aun podríamos desarrollar mucho más, cuando en este principio del año todos tenemos tan buenos deseos de los unos para con los otros, ansiamos esa paz que de muchas maneras quizá nos falta, y además respondiendo al llamamiento de la Iglesia y del Papa en este día celebramos una Jornada de oración por la paz.
Claro que no han de ser solo buenos deseos, aunque también hemos de tenerlos; claro que necesitamos individualmente serenar nuestro espíritu frente a tantas violencias que nos rodean por todas partes y que no son solo las violencias físicas. Claro que en nuestra responsabilidad tenemos que sentirnos responsables para ser verdaderos constructores de paz y así ingeniemos todo lo que sea necesario para ir lográndola cada vez más y mejor, una paz que sea duradera, una paz que vaya desarrollándose desde esa plenitud que cada uno vayamos logrando en nuestra vida que nunca será a costa de los demás.
Aún resuenan en nuestros oídos y en nuestro corazón los ecos del cántico de los ángeles en la noche de Belén, en el nacimiento del Señor. Nacía quien venia a traernos la paz. Con Jesús llegaba ese mundo nuevo en que seria posible la paz. Jesús venia a ponernos en paz porque venia a hacer posible la reconciliación y el perdón, el reencuentro de todos en una nueva comunión si en verdad queríamos seguirle y poner por obra la buena nueva que nos anunciaba de un mundo nuevo y mejor que llamaría el Reino de Dios.
Quien en verdad siguiera a Jesús tenia que hacer una andadura nueva en su vida desde una nueva responsabilidad que sentiría sobre su vida pero también sobre la de los demás; quien se pusiera a seguir los pasos de Jesús estaría en todo momento actuar en unos nuevos parámetros de rectitud, de justicia, de verdad, de búsqueda del encuentro, de ser en verdad constructor de la paz. Quien sigue los pasos del evangelio habría de ser siempre dialogante para buscar el encuentro, el entendimiento, el aunar esfuerzos, el saber ser colaborador de todo lo bueno, alejando de si resentimientos y orgullos, envidias y malas artes, porque su camino seria siempre el camino del amor.
Que ese saludo de paz que en este primer día del año nos hacemos los unos a los otros sea en verdad sincero; que no sea solamente decirle que sea feliz, sino decirle yo quiero hacer todo lo que esté de mi parte para que seas más feliz. No pueden ser solo bonitas palabras y buenos deseos sino compromisos concretos porque queremos un mundo feliz.
Y a ese Niño nacido en Belén, ante cuya presencia los Ángeles cantaron la gloria de Dios y la paz para todos los hombres, lo contemplamos en brazos de María. Los pastores, aquellos hombres y mujeres, pobres y sencillos que escuchando ese anuncio corrieron a Belén para ver cuanto Dios les había revelado se encontraron al Niño como les habían dicho recostado en un pesebre, pero en brazos de María. ‘Encontraron a María, a José y al Niño recostado en el pesebre’. Aquellos que fueron humildes y sencillos, aquellos que se dejaron sencillamente guiar por la voz celestial que resonaba en sus corazones, son los que pudieron encontrar a Jesús, y lo encontraron con María, su Madre.
Por eso hoy en la octava de la Navidad cuando aun seguimos celebrando con toda intensidad el nacimiento de Jesús nos fijamos de manera especial en María, la Madre de Jesús que es la Madre de Dios. Ya san Pablo nos decía en la carta a los Gálatas: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción’.
Es María, la madre de Jesús, repito, que es la Madre de Dios. El Señor había hecho en ella maravillas, se fijó en la pequeñez de su esclava, como ella misma cantaría en el Magnificat, pero la hizo grande, la hizo su madre, la Madre de Dios. El Espíritu de Dios vino sobre María para hacerla la Madre de Dios al ser posible que el Hijo de Dios se encarnase en sus entrañas.
Es la maravilla que Dios hizo en ella, es su mayor grandeza cuando Dios volvió su rostro sobre ella, que era también la mirada de Dios sobre nosotros los hombres. La grandeza de María nos señala también nuestra grandeza; porque ella dijo sí al plan de Dios nosotros recibimos a Jesús y nosotros recibimos lo que no nos da la carne ni la sangre sino la fuerza del espíritu de Dios que también está sobre nosotros para hacernos ‘hijos por adopción’.
Que María, la Madre de Dios, que es también nuestra madre nos haga sentir también la mirada de Dios sobre nosotros para concedernos la paz, tal como se decía en la lectura del libro de los Números. Que el Señor nos bendiga y nos proteja, ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor. El Señor se fije en nosotros y nos conceda la paz.
Es la bendición que Dios queremos recibir. Es la bendición que imploramos de Dios para nuestro mundo.


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