El Señor siempre nos sale al paso y nos acompaña en los caminos de la vida dándonos su luz aunque muchas sean nuestras oscuridades o nuestras dudas
Hechos
de los apóstoles 3,1-10; Sal 104; Lucas 24,13-35
Cuando ponemos nuestra esperanza e ilusión en alguna cosa, una meta quizás
que nos hemos propuesto en la vida, unas promesas de algo bueno que habíamos
recibido, un empeño de superación de nosotros mismos en el desarrollo de unos
valores o unas cualidades, pero de repente todo parece que no sale mal, nuestras
expectativas no se ven cumplidas, lo que anhelábamos no lo pudimos conseguir,
sentimos deseos, como se suele decir, de tirar la toalla, olvidarnos de todas
esas metas que nos habíamos trazado y tomar un rumbo a la inversa quizás en la
vida. Es el desaliento y el desanimo que nos apagan las ilusiones, que nos
dejan como muertos sin ganas de seguir luchando, el mundo parece que se nos
viene abajo. Situaciones así pasamos algunas veces en la vida.
Allá se marchaban de Jerusalén aquellos dos discípulos desalentados quizás
buscando alejarse totalmente de lo que habían sido sus ilusiones y esperanzas,
poner tierra por medio, como solemos decir, volviéndose a su aldea, a su casa,
pero dándole mil vueltas en su corazón desalentado a todo lo que había
sucedido.
Tan enfrascados iban en sus pensamientos que no reconocen al caminante
que se les ha unido. Entran en conversación y no puede ser otro el tema que
todo lo que ha sucedido en aquellos días en Jerusalén. El caminante pregunta y
escucha y ellos sacan todas las penas y desilusiones que llevan en su corazón.
Pero quien parecía no saber de que iba la cosa comienza a hablarles con
palabras que les hacen comprender, con palabras que responden a sus dudas e
inquietudes, con palabras que no solo les explica todo el sentido de las
Escrituras que se cumplen en lo que ha sucedido, sino que van llenando de paz
su corazón.
Quienes iban encerrados en si mismos, sin embargo ahora son capaces de
abrir su corazón para la soledad y no quieren permitir que aquel caminante
sufra peligro en la noche en aquellos caminos oscuros de Judea. ‘Quedate con
nosotros porque atardece y el día va de caída’, es la invitación que le
hacen abriéndoles ahora la intimidad de sus hogares.
Paso a paso se habían ido transformando; luego dirán que les ardía el corazón
mientras El les explicaba las Escrituras por el camino; ya estaban en su punto
para poder reconocer al Señor. Y en el gesto de partir el pan a la hora de la
cena, le reconocen. Es el Señor. Mira como ardía nuestro corazón, porque era El
quien venia con nosotros y nos lo explicaba todo. Serán capaces de ponerse de
nuevo en camino para volver a Jerusalén a hacer el anuncio. ‘Era verdad, ha
resucitado el Señor’, les comentan los de Jerusalén mientras ellos cuentan
cuantas cosas les han sucedido mientras iban de camino.
¿Dejamos que la oscuridad nos venza? ¿Nos quedamos enfrascados –
metidos en el frasco – en nosotros mismos o queremos en verdad buscar la luz
para que no se apaguen nuestras esperanzas? En la vida pasamos por esos
peligros en mil situaciones de todo tipo que nos puedan suceder. En la vida nos
sucede muchas veces así en el campo de la fe que parece que se nos apaga la luz
y todo parece oscuro. Tenemos que saber que el Señor esta ahí aunque nos cueste
reconocerle.
Abramos en verdad nuestro corazón, nuestra vida para aprender a
descubrirle allí donde El quiere manifestársenos en el camino de la vida, que
muchas veces será en el sitio y en el momento que nosotros menos esperamos.
Pero el Señor nos acompaña siempre en nuestro camino.
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