A pesar de nuestras angustias, soledades, tristezas, agobios… sepamos hacer silencio en el corazón para escuchar la voz de Jesús que nos llama por nuestro nombre
Éxodo
16, 1-5. 9-15; Sal
77; Juan
20,1.11-18
En muchas ocasiones las lágrimas de nuestros ojos nos
impiden ver más allá de nuestras angustias y desesperanzas. En el dolor y el
sufrimiento tenemos el peligro y tentación de encerrarnos en nosotros mismos,
en nuestros problemas y lo vemos todo oscuro y las lágrimas del amargor de
nuestro corazón nos imposibilitan el ver el resquicio de luz que pudiera
aparecer por cualquier rincón.
Será el dolor por la muerte de un ser querido, un
problema que nos ha aparecido en la vida y que nos parece insoluble, serán las
cicatrices de las heridas que hayamos podido recibir de los demás, la ausencia
quizá de los seres que amamos nos llena aún más de soledad y más aún cuando
esas ausencias se convierten en desaires que hieren nuestro corazón, será
entonces la desesperanza que se nos mete por dentro, y todo eso nos encierra y
no alcanzamos a ver la salida que tenemos ahí delante de los ojos muy cerca de
nosotros.
Es difícil permanecer serenos en medio de las
dificultades y problemas, mantener el equilibrio de nuestra vida para no
dejarnos caer en cualquier parte, pero en las mismas dificultades tendríamos
que ir aprendiendo para madurar de verdad y así fortalecernos para todas esas
cosas que nos pueden aparecer en nuestra vida y afectar profundamente a nuestro
equilibrio interior. Pero no siempre terminamos de aprender desde lo mismo que
hemos vivido y las situaciones se nos repiten en muchas ocasiones y seguimos quizás
tropezando en la misma piedra de la desesperanza y la amargura.
Esta descripción de situaciones en las que nos
encontramos en ocasiones encuentra su luz en el evangelio que hoy hemos
escuchado y en la santa de la que hacemos memoria en este día, María Magdalena.
La mujer que un día, aun envuelta su vida turbia en sus
muchos pecados supo acudir con sus lagrimas hasta Jesús para sentirse amada y
purificada mostrando así su mucho amor a pesar de sus muchos pecados. Sin
embargo hubo otro momento lleno de soledades y angustias tras la muerte de
Jesús en el Calvario y ante la tumba vacía sin encontrar el cuerpo muerto de
Jesús. Sin embargo Jesús vivo y resucitado estaba ante ella pero sus ojos
llenos de lágrimas y de tristezas le impedían ver la realidad. Solo la Palabra
de Jesús llamándola por su nombre la despertó del letargo de su desesperanza
para encontrar la luz porque se encontró con aquel a quien tanto amaba que le
devolvía la vida y la esperanza.
Hay una cosa que tenemos que aprender. A pesar de
nuestras angustias, soledades, tristezas, agobios… sepamos hacer silencio en el
corazón para sentir la voz de Jesús que nos llama por nuestro nombre. En esa
llamada por nuestro nombre nos está diciendo que El nos ama y veremos la luz,
encontraremos la vida, renacerá de nuevo en nosotros la esperanza, se nos
acabarán nuestras soledades, se sanarán todas nuestras heridas, nos sentiremos esos
hombres nuevos que Cristo quiere hacer en nosotros.
Solo escuchemos su voz que nos llama por nuestro nombre
y nuestra vida comenzará a ser distinta.
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