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sábado, 11 de octubre de 2014

Aprendamos a ser de los pequeños y de los humildes que ante la Palabra de Jesús la plantan en su vida y mereceremos la bienaventuranza de Jesús

Aprendamos a ser de los pequeños y de los humildes que ante la Palabra de Jesús la plantan en su vida y mereceremos la bienaventuranza de Jesús

Gál. 3, 22-29; Sal. 104; Lc. 11, 27-28
Repetidamente lo vamos viendo a lo largo del evangelio. Serán los pequeños y los sencillos, los humildes de corazón y los pobres los que sentirán mayor admiración por Jesús. De sus bocas saldrán siempre las mejores alabanzas, porque son los que tienen un corazón más abierto a Dios.
Los que se sienten hartos y satisfechos en si mismos, por las cosas que poseen o creen poseer o porque se ahogan en sus sabidurías no sentirán cómo se despierta la esperanza en su corazón porque ya les parece tenerlo todo, aunque realmente sean los que más vacíos están de las cosas que verdaderamente son importantes. Pero no nos ha de extrañar porque la Buena Noticia del Evangelio se anuncia precisamente a los que son pobres y verdaderamente tienen ansias en su corazón de cosas grandes. Serán los que son capaces de admirarse ante el misterio de Dios.
Como decíamos lo vemos prácticamente en cada página del Evangelio. Serán los que exclamarán ante las obras de Jesús que Dios ha visitado a su pueblo; los que ante su enseñanza y su manera de enseñar dirán que éste si habla con autoridad y nadie ha hablado como El; serán los que saltarán de júbilo aclamándolo tras las maravillas que Jesús va realizando, y será por lo que estaba anunciado que de los niños de pecho saldría la mejor alabanza.
Por algo, como hemos escuchado en otra ocasión, Jesús dará gracias al Padre ‘porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y los has revelado a la gente sencilla’. Pero escucharemos también cómo en las bienaventuranzas Jesús llamará dichosos a los pobres y a los sufridos, a los que tienen hambre y sed y tienen ansias de paz y de misericordia, a los que tienen un corazón puro porque se han vaciado de todos los apegos y a los que quizá con más incomprendidos.
Así, fijándonos en estos detalles, podríamos recorrer muchas páginas del evangelio, como la que hoy se nos ha proclamado. Es una mujer sencilla en medio del pueblo pobre la que levantará su grito para la alabanza, aunque como saben expresarlo los sencillos alabando al que hace las cosas bien siempre surgirá la referencia a la madre que lo trajo al mundo. Es, repito, lo que hoy escuchamos. ‘Mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó su voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te crió y los pechos que te criaron!’
La alabanza que a través de Jesús iba dirigida a María, o la alabanza a la madre que quería ser dirigida al hijo de sus entrañas Jesús quiere redirigirla en una bienaventuranza que puede ser para todos. Por eso a las palabras entusiastas de esta mujer anónima, que si han surgido en su corazón fue porque su corazón estaba abierto a Dios y a la Palabra que ahora estaba escuchando y que llenaba y enriquecía su espíritu Jesús replica proclamando una nueva bienaventuranza y diciendo que ‘dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen’.
Dichosa era aquella mujer anónima porque con tanto entusiasmo estaba escuchando la Palabra de Jesús que le enardecía el corazón y le estaba impulsando a plantarla en su vida.  Pero Jesús al replicar a aquella mujer a la que realmente está también alabando, redirige esa alabanza a María y a todos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen plantándola en su corazón. Es lo que había hecho María, la que está llena de Dios, porque se ha vaciado de si misma, de manera que ya no querrá ser otra cosa que la esclava, la sierva del Señor; María la que dice ‘sí’, la que acepta esa Palabra de Dios deseando que se cumpla en ella y el Espíritu Santo la envolverá con su sombra de manera que quien nazca de ella será la Palabra de Dios encarnada.
Es lo que tenemos que aprender a hacer nosotros. Como todos aquellos que vemos en el Evangelio que supieron abrirse a Dios y reconocer las maravillas del Señor. Vaciarnos de nosotros mismos, para poder llenarnos de Dios; presentarnos pequeños y humildes delante de Dios para acoger su palabra y así mereceremos ser ensalzados, porque el que se humilla será enaltecido. Y seremos enaltecidos nosotros, seremos dichosos cuando nos llenemos de Dios porque así, como María, acojamos esa Palabra que se encarne en nuestra vida. ¿No decimos que somos otros Cristos porque para eso fuimos ungidos en el Bautismo? Dejemos que el Espíritu de Dios envuelva también nuestra vida y así acojamos la palabra de Dios en nosotros haciéndola vida de nuestra vida.

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