Todos estamos invitados a participar en el banquete de bodas del Reino de Dios llevando el traje de fiesta de las actitudes nuevas del evangelio
Is. 25, 6-10; Sal. 22; Filp. 4, 12-14.19-20; Mt. 22, 1-14
Las imágenes con que nos describe la profecía de Isaías
los tiempos mesiánicos son bellas y de una gran riqueza en su significado. Los
comentaristas hablan de un sentido apocalíptico y escatológico de estos
capítulos de Isaías. Cuando se emplea esta expresión apocalíptica no es en el
sentido que comúnmente se tiene del Apocalipsis como de catástrofes terroríficas
de los últimos tiempos, sino del sentido de revelación - eso significa la
palabra Apocalipsis -y de esperanza para esos momentos de la plenitud de los
tiempos con la llegada del Mesías y el establecimiento del Reino nuevo.
La imagen del banquete, como nos dice de manjares
suculentos y enjundiosos y vinos de solera y generosos, expresa esa dicha nueva
que se vivirá cuando aceptemos y vivamos el sentido del Reino nuevo anunciado y
proclamado por el Mesías. Serán momentos donde ha de desaparecer todo dolor y
todo sufrimiento y serán momentos de dicha y felicidad. ‘Arrancará el velo que cubre todo los pueblos - el velo del luto y
del dolor - y aniquilará la muerte para
siempre’, nos dice el profeta.
Por eso termina con una invitación a la celebración y a
la fiesta por esa salvación que llega; ‘Aquí
está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara’. Tendríamos que
escuchar con los oídos del corazón bien abiertos ese anuncio del profeta que
sigue teniendo valor para nosotros hoy y que hoy llega a nosotros como Palabra
del Señor.
Son palabras esperanza y anuncio de un sentido nuevo de
la vida y de todo. ¿No es el evangelio Buena Nueva, noticia buena que nos
anuncia el Reino nuevo de Dios? ¿No nos anuncia Jesús en las bienaventuranzas
que seremos felices y dichosos? Es a lo que nos invita el Evangelio. Es el
camino que hemos de emprender cuando decimos que creemos en Jesús y queremos
seguirle. Es ese mundo nuevo que queremos construir y que si en verdad nos
dejáramos conducir por el espíritu del evangelio estaríamos haciendo un mundo
nuevo en el que podríamos ser más felices.
Pero, ¿aceptamos nosotros esa invitación y esa llamada
que Jesús nos hace en el Evangelio? La parábola que hoy nos propone Jesús en el
evangelio está haciéndonos una descripción de la respuesta que damos o que
tendríamos que dar. Jesús utiliza en varias ocasiones esta imagen también del
banquete para hablarnos del Reino de Dios. Nos habla hoy del rey que prepara la
boda de su hijo y cuando lo tiene todo preparado manda a avisar a los
convidados que el banquete está preparado para que vengan a la boda. Pero nos
dice ‘los convidados no quisieron ir’.
Comienzan las disculpas e insiste el buen rey para que
vengan los convidados. ‘Tengo preparado
el banquete, he matado terneros y reses y todo está a punto. Venid a la boda’.
Pero los convidados no solo no hicieron caso marchándose a sus cosas, sino que
maltrataron a los mensajeros. Y ya hemos escuchado la reacción del rey ante
tales desacatos.
‘La boda está
preparada pero los invitados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los
caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda’. Así lo hicieron y ‘la sala del banquete se llenó de
comensales’, pues reunieron a todos los que encontraron.
Dos cosas a considerar en este momento de la reflexión
para tratar de comprender todo su sentido y el mensaje que nos llega a nosotros
a través de esta Palabra que el Señor nos dirige hoy. Por una parte, lo que ya
hemos dicho en otra ocasión, esta parábola la dijo Jesús en aquel momento
dirigiéndose en especial ‘a los sumos
sacerdotes y a los senadores del pueblo’. Una primera lectura es esa
denuncia que Jesús hace de lo que ha sucedido en la historia de la salvación y
la respuesta que en aquellos momentos incluso estaban dando al mensaje de
Jesús.
Aquellos anuncios del profeta se estaban cumpliendo con
la presencia de Jesús, pues había llegado esa plenitud de los tiempos y el
anuncio mesiánico en Jesús se estaba cumpliendo. El banquete del Reino de Dios
lo tenían delante en Jesús pero al que no aceptaban y rechazaban. A otros había
de anunciarse el Reino de Dios; para otros había de ser ese banquete del Reino
de Dios. Ahora todos iban a estar invitados a participar en ese banquete, a
todos se llamaba a invitaba a vivir la alegría y la fiesta de la salvación en
el Reino de Dios que era, que es para todos.
Es la Palabra que llega a nosotros hoy; esa invitación
a vivir el Reino de Dios, a realizar de nuestra vida y de nuestro mundo el
cumplimiento y la realización de ese banquete mesiánico anunciado por el
profeta que nosotros hemos de vivir. También nosotros somos llamados, estamos
invitados. También a nosotros se nos dice:
‘Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y
gocemos con su salvación’. La mano del Señor está también sobre nosotros.
Claro que a nosotros también nos puede suceder como
aquellos primeros invitados al banquete de boda de la parábola. Que tampoco
aceptemos la invitación. Y hemos de reconocerlo; que no lo terminamos de
aceptar, no terminamos de aceptar ese sentido del Reino de Dios al que Jesús
nos invita en el evangelio y todavía en nosotros no se realiza en plenitud
todas las características del Reino de Dios, de ese banquete mesiánico del que
nos hablaba el profeta.
No hemos terminado de construir ese mundo nuevo de
dicha y de felicidad para todos; aunque el Señor ha querido arrancar de
nosotros esos velos de duelo y de muerte sin embargo seguimos con nuestros
duelos, seguimos con nuestros apegos a tantas cosas que nos impiden ser felices
de verdad en la felicidad del Reino de Dios; no terminamos de comprender y
vivir todo el sentido de las bienaventuranzas. Aunque sabemos que aquí siempre
lo viviremos de forma imperfecta y limitada como consecuencia de nuestra
condición pecadora y solo en la vida eterna podremos vivirlo en plenitud, pero
eso no nos quita para que vivamos comprometidos por ir haciendo de nuestro
mundo ese reino de Dios.
Hay un detalle que llama la atención en la parábola y
es que al rey pasear entre los comensales se encontró con uno que no estaba
vestido con el traje de fiesta y fue arrojado fuera. Llama la atención porque
hacemos quizá una interpretación literal como si fuera un vestido especial el
que tenía que vestir precisamente quien había sido llamado entre los pobres que
andaban mendigando por los cruces de los caminos.
No es un vestido físico o material del que aquí se
habla. Podemos hablar de las actitudes interiores de nuestro corazón que hemos
de tener cuando queremos aceptar el Reino de Dios. Primero que nada de
conversión, de renovación de nuestra vida, de purificación. No olvidemos que lo
que Jesús nos pide cuando anuncia el Reino es la fe y la conversión. Creer en
la Buena Nueva y convertirnos a ese Reino de Dios realizando una verdadera
transformación de nuestra vida. No son solamente bonitas palabras o buenos
deseos, sino una actitud profunda de cambio para dejarnos transformar
totalmente por el amor.
No siempre estamos con traje de fiesta en este sentido
cuando venimos, por ejemplo, a nuestra celebración. No es solamente que para
poder comer del banquete de la Eucaristía tenemos que hacerlo en gracia de Dios
después de haber confesado nuestros pecados, sino que las actitudes y las
posturas que tengamos en nuestra relación con los demás han de ser buenas, han
de ser las del amor.
¿Cómo queremos participar del Reino de Dios cuando
sigue habiendo en nuestro corazón
discriminación o desprecio hacia otros, cuando seguimos manteniendo
resentimientos y rencores en el corazón, cuando no somos capaces de ser
comprensivos los unos con los otros y perdonarnos y amarnos de verdad, cuando
mantenemos actitudes egoístas y no compartimos generosamente? Es el traje de
fiesta que nos falta. Y cuando nos falta ese traje de fiesta no estaremos participando
de verdad de ese banquete del Reino de Dios, pues con actitudes así ni nosotros
somos felices de verdad, ni hacemos felices a los demás.
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