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domingo, 23 de febrero de 2014

Un evangelio que no es para timoratos ni mediocres



Un evangelio que no es para timoratos ni mediocres

Lev. 19, 1-2.17-18; Sal. 102; 1Cor. 3, 16-23; Mt. 5, 38-48
El evangelio no lo entienden los timoratos, los que siempre andan a medias tintas, los que no son capaces de mirar a lo alto, más allá, más arriba, sino que se quieren quedar siempre en los mínimos o en lo que suponga el menor esfuerzo. El evangelio es para el que quiera tener un alma grande y tenga aspiraciones siempre a lo mejor y a lo más hermoso, el que tiene ansias de perfección y plenitud. Por eso en este mundo tan lleno de mediocridad cuesta tanto entender el evangelio, queremos estar haciéndonos nuestras componendas, buscando interpretaciones y rebajas.
Ante la página del evangelio que hoy hemos escuchado habremos oído quizá decir a muchos que bueno, eso está muy bonito, son hermosos ideales, pero que tenemos que saber interpretar lo que nos dice Jesús, porque las cosas no hay que tomárselas con tanta radicalidad. Son los mediocres y los timoratos; y cuidado no seamos nosotros de ellos también, porque le tengamos miedo a enfrentarnos de verdad y sin tapujos a esta página del evangelio, que forma parte del sermón del monte. Ya desde las primeras palabras del sermón del monte, donde se  nos proclaman las bienaventuranzas nos estamos haciendo nuestras interpretaciones que las suavicen y que nos las den en rebajas. No ha de ser esa nuestra postura ni nuestra manera de acercarnos al evangelio de Jesús.
Perdónenme quienes me escuchan, pero es el primer pensamiento que el Señor me ha sugerido en mi corazón al querer explicaros esta página del evangelio. Y comienzo diciéndomelo a mi mismo, porque soy tan pecador y tan mediocre como cualquiera de vosotros y tengo también la tentación de querer suavizar en mi favor la Buena Nueva del Evangelio, con lo que le estaría quitando o restando toda la verdad que contiene la Palabra de Jesús.
Tenemos que comenzar por lo que ya nos decía el libro del Antiguo Testamento, lo que Moisés le decía al pueblo de parte de Dios: ‘Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios,  soy santo’. No se trata simplemente de que tengamos que ser buenos. Es mucho más. ‘Seréis santos’. Y no es que seamos buenos por una exigencia ética, porque así pues no hacemos daño a los demás, nos llevamos bien, evitamos cosas malas; el motivo es más grande, el motivo está en Dios; luego tendrá sus consecuencias porque esa santidad nuestra hará todo esto necesariamente  en relación a los demás. Pero tenemos que ser santos, porque nuestra meta de perfección y santidad, y nuestro ideal está en Dios. ‘Porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’.
¿No decía el Génesis que habíamos sido creados a imagen y semejanza de Dios? Pues ahí tenemos el motivo y la razón. Hechos a semejanza de Dios que es santo. Y cuanto más santos seamos más estaremos reflejando, presentando esa imagen de Dios, para que todos lleguen también a creer en El y a ser santos también.
Y ¿cómo conseguirlo? Nos lo decía san Pablo. ‘El Espíritu de Dios habita en vosotros…’ somos templo de Dios y ese templo de Dios es santo, luego nosotros tenemos que ser santos; para eso se nos ha dado su Espíritu. ‘Todos hemos bebido de un solo Espíritu’, nos dirá san Pablo en otro lugar. Y entonces, si estamos llenos de su Espíritu, estaremos llenos de su amor, de su misericordia, de su paz, de su gracia. Y eso se va a reflejar en nuestra vida, en lo que somos, en nuestra manera de vivir, en nuestro trato con los demás, en el amor que les tenemos a todos, en la capacidad de la misericordia y del perdón. Será lo que luego nos va a enseñar Jesús en el Evangelio.
‘Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’ es la sentencia final que como conclusión nos pone Jesús hoy al final de sus palabras. Lo que decíamos, el mensaje del evangelio no es para los mediocres. No podemos quedarnos en medias tintas, en la mediocridad. Nuestra meta es bien alta. Porque además nos pregunta Jesús, si hacemos como todos, ¿qué mérito tenemos? ¿qué hacemos de extraordinario? Para seguir haciendo lo mismo, de la misma manera no hubiera hecho falta la venida del Hijo de Dios a encarnarse y estar en medio de nosotros. Si seguimos haciendo lo que todos hacen, ¿dónde está la Buena Noticia, la Buena Nueva del Evangelio? No habría ninguna  novedad.
No nos han de extrañar, entonces, las actitudes nuevas, las nuevas posturas, la nueva manera de actuar que nos propone Jesús. Para seguir ‘con el ojo por el ojo y el diente por el diente’ no necesitaríamos de evangelio. La novedad está en esa nueva actitud y postura, de perdón, de generosidad, de misericordia, de comprensión, de donación de nosotros mismos que nos está pidiendo Jesús si en verdad queremos decirnos sus seguidores.
Nos pone ejemplos muy concretos que hemos de traducir en muchas cosas concretas también de nuestra vida. Será nuestra humildad y nuestra mansedumbre, será la generosidad y la misericordia de la que hemos de llenar nuestro corazón y que se va a reflejar en actos concretos en la vida de cada día con los que están a mi lado. Lejos de nosotros el orgullo, la impaciencia, la mezquindad, la dureza e insensibilidad del corazón. La espiral de la violencia y del egoísmo tiene que romperse y lo que ha de iniciarse es la espiral del amor, de la solidaridad y de la misericordia.
Pero, ¿sabéis por donde tiene que empezar esa espiral? Porque quizá estamos esperando que empiece por el otro. No, tiene que empezar en nosotros mismos, tiene que empezar en mí, ha de decirse cada uno. No voy a comenzar a amar cuando el otro me haya amado primero. No es ese el estilo de Jesús ni de su amor. De la misma manera que nos dice san Juan que el amor de Dios fue el primero, porque El fue el que comenzó a amarnos, así ha de ser nuestro amor para con los demás, hemos de empezar nosotros sin esperar que el otro comience. ‘El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero’, nos dice la carta de san Juan. Así nosotros en nuestro amor para con los demás. Esa es la grandeza del amor al estilo de Jesús.
De ahí se desprende lo que luego nos dirá Jesús del amor a quienes no nos aman, que se consideran enemigos. Porque un cristiano, además, no puede considerar nunca enemigo a nadie; el otro podrá considerarse mi enemigo, pero para mi tiene que ser siempre un hermano; quizá no nos entendemos, haya habido algo entre nosotros, me habrá quizá ofendido, pero es ahí donde tiene que estar nuestro amor. Por eso nos dirá Jesús que tenemos que amarlos, y cuando se nos atraviesen y no podamos tragarlos porque puede ser amargo lo que nos hayan hecho, comencemos a rezar por ellos. Será una sabia decisión para poder comenzar a amar.
Tajantemente nos lo dirá Jesús: ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’.
Es la valentía y la grandeza del amor. Es lo que serán capaces de alcanzar los que tienen un alma noble y grande. Lejos de nosotros, entonces, las mezquindades; lejos de nosotros esa pobreza que nos lleva a la envidia y al resentimiento, que nos lleva a guardar rencor en nuestra alma y a amargarnos nuestras entrañas haciéndonos perder la paz para siempre. Qué paz pueden sentir en su corazón los que son capaces de amar y de perdonar, los que son capaces de llegar a rezar por aquel que te haya podido hacer mal. ¿No querremos tener también nosotros esa paz en nuestro corazón?

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