Un evangelio que no es para timoratos ni mediocres
Lev. 19, 1-2.17-18; Sal. 102; 1Cor. 3, 16-23; Mt. 5, 38-48
El evangelio no lo entienden los timoratos, los que
siempre andan a medias tintas, los que no son capaces de mirar a lo alto, más
allá, más arriba, sino que se quieren quedar siempre en los mínimos o en lo que
suponga el menor esfuerzo. El evangelio es para el que quiera tener un alma
grande y tenga aspiraciones siempre a lo mejor y a lo más hermoso, el que tiene
ansias de perfección y plenitud. Por eso en este mundo tan lleno de mediocridad
cuesta tanto entender el evangelio, queremos estar haciéndonos nuestras
componendas, buscando interpretaciones y rebajas.
Ante la página del evangelio que hoy hemos escuchado
habremos oído quizá decir a muchos que bueno, eso está muy bonito, son hermosos
ideales, pero que tenemos que saber interpretar lo que nos dice Jesús, porque
las cosas no hay que tomárselas con tanta radicalidad. Son los mediocres y los
timoratos; y cuidado no seamos nosotros de ellos también, porque le tengamos
miedo a enfrentarnos de verdad y sin tapujos a esta página del evangelio, que
forma parte del sermón del monte. Ya desde las primeras palabras del sermón del
monte, donde se nos proclaman las bienaventuranzas
nos estamos haciendo nuestras interpretaciones que las suavicen y que nos las
den en rebajas. No ha de ser esa nuestra postura ni nuestra manera de
acercarnos al evangelio de Jesús.
Perdónenme quienes me escuchan, pero es el primer
pensamiento que el Señor me ha sugerido en mi corazón al querer explicaros esta
página del evangelio. Y comienzo diciéndomelo a mi mismo, porque soy tan
pecador y tan mediocre como cualquiera de vosotros y tengo también la tentación
de querer suavizar en mi favor la Buena Nueva del Evangelio, con lo que le
estaría quitando o restando toda la verdad que contiene la Palabra de Jesús.
Tenemos que comenzar por lo que ya nos decía el libro
del Antiguo Testamento, lo que Moisés le decía al pueblo de parte de Dios: ‘Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro
Dios, soy santo’. No se trata
simplemente de que tengamos que ser buenos. Es mucho más. ‘Seréis santos’. Y no es que seamos buenos por una exigencia ética,
porque así pues no hacemos daño a los demás, nos llevamos bien, evitamos cosas
malas; el motivo es más grande, el motivo está en Dios; luego tendrá sus
consecuencias porque esa santidad nuestra hará todo esto necesariamente en relación a los demás. Pero tenemos que ser
santos, porque nuestra meta de perfección y santidad, y nuestro ideal está en
Dios. ‘Porque yo, el Señor, vuestro Dios,
soy santo’.
¿No decía el Génesis que habíamos sido creados a imagen
y semejanza de Dios? Pues ahí tenemos el motivo y la razón. Hechos a semejanza
de Dios que es santo. Y cuanto más santos seamos más estaremos reflejando,
presentando esa imagen de Dios, para que todos lleguen también a creer en El y
a ser santos también.
Y ¿cómo conseguirlo? Nos lo decía san Pablo. ‘El Espíritu de Dios habita en vosotros…’
somos templo de Dios y ese templo de Dios es santo, luego nosotros tenemos que
ser santos; para eso se nos ha dado su Espíritu. ‘Todos hemos bebido de un solo Espíritu’, nos dirá san Pablo en
otro lugar. Y entonces, si estamos llenos de su Espíritu, estaremos llenos de
su amor, de su misericordia, de su paz, de su gracia. Y eso se va a reflejar en
nuestra vida, en lo que somos, en nuestra manera de vivir, en nuestro trato con
los demás, en el amor que les tenemos a todos, en la capacidad de la
misericordia y del perdón. Será lo que luego nos va a enseñar Jesús en el Evangelio.
‘Sed perfectos, como
vuestro Padre celestial es perfecto’ es
la sentencia final que como conclusión nos pone Jesús hoy al final de sus
palabras. Lo que decíamos, el mensaje del evangelio no es para los mediocres.
No podemos quedarnos en medias tintas, en la mediocridad. Nuestra meta es bien
alta. Porque además nos pregunta Jesús, si hacemos como todos, ¿qué mérito
tenemos? ¿qué hacemos de extraordinario? Para seguir haciendo lo mismo, de la
misma manera no hubiera hecho falta la venida del Hijo de Dios a encarnarse y
estar en medio de nosotros. Si seguimos haciendo lo que todos hacen, ¿dónde
está la Buena Noticia, la Buena Nueva del Evangelio? No habría ninguna novedad.
No nos han de extrañar, entonces, las actitudes nuevas,
las nuevas posturas, la nueva manera de actuar que nos propone Jesús. Para
seguir ‘con el ojo por el ojo y el diente
por el diente’ no necesitaríamos de evangelio. La novedad está en esa nueva
actitud y postura, de perdón, de generosidad, de misericordia, de comprensión,
de donación de nosotros mismos que nos está pidiendo Jesús si en verdad
queremos decirnos sus seguidores.
Nos pone ejemplos muy concretos que hemos de traducir
en muchas cosas concretas también de nuestra vida. Será nuestra humildad y
nuestra mansedumbre, será la generosidad y la misericordia de la que hemos de
llenar nuestro corazón y que se va a reflejar en actos concretos en la vida de
cada día con los que están a mi lado. Lejos de nosotros el orgullo, la
impaciencia, la mezquindad, la dureza e insensibilidad del corazón. La espiral
de la violencia y del egoísmo tiene que romperse y lo que ha de iniciarse es la
espiral del amor, de la solidaridad y de la misericordia.
Pero, ¿sabéis por donde tiene que empezar esa espiral?
Porque quizá estamos esperando que empiece por el otro. No, tiene que empezar
en nosotros mismos, tiene que empezar en mí, ha de decirse cada uno. No voy a
comenzar a amar cuando el otro me haya amado primero. No es ese el estilo de
Jesús ni de su amor. De la misma manera que nos dice san Juan que el amor de
Dios fue el primero, porque El fue el que comenzó a amarnos, así ha de ser
nuestro amor para con los demás, hemos de empezar nosotros sin esperar que el
otro comience. ‘El amor no consiste en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero’, nos dice
la carta de san Juan. Así nosotros en nuestro amor para con los demás. Esa es
la grandeza del amor al estilo de Jesús.
De ahí se desprende lo que luego nos dirá Jesús del
amor a quienes no nos aman, que se consideran enemigos. Porque un cristiano,
además, no puede considerar nunca enemigo a nadie; el otro podrá considerarse
mi enemigo, pero para mi tiene que ser siempre un hermano; quizá no nos
entendemos, haya habido algo entre nosotros, me habrá quizá ofendido, pero es
ahí donde tiene que estar nuestro amor. Por eso nos dirá Jesús que tenemos que
amarlos, y cuando se nos atraviesen y no podamos tragarlos porque puede ser
amargo lo que nos hayan hecho, comencemos a rezar por ellos. Será una sabia
decisión para poder comenzar a amar.
Tajantemente nos lo dirá Jesús: ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu
enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que
os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol
sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’.
Es la valentía y la grandeza del amor. Es lo que serán
capaces de alcanzar los que tienen un alma noble y grande. Lejos de nosotros,
entonces, las mezquindades; lejos de nosotros esa pobreza que nos lleva a la
envidia y al resentimiento, que nos lleva a guardar rencor en nuestra alma y a
amargarnos nuestras entrañas haciéndonos perder la paz para siempre. Qué paz
pueden sentir en su corazón los que son capaces de amar y de perdonar, los que
son capaces de llegar a rezar por aquel que te haya podido hacer mal. ¿No
querremos tener también nosotros esa paz en nuestro corazón?
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