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domingo, 15 de septiembre de 2013

Los acoge, los busca y les invita a hacer fiesta

Ex. 32, 7-11.13-14; Sal. 50; 1Tim. 1, 12-17; Lc. 15, 1-32
Ese acoge a los pecadores y come con ellos’. Es la crítica y la murmuración de los fariseos y de los escribas cuando contemplaban las actitudes y el actuar de Jesús. Podíamos decir que aquí tenemos la clave del mensaje del evangelio de hoy, porque de aquí parte también el sentido de las tres parábolas que propone Jesús a continuación y hoy hemos escuchado.
Sí, podía responderles Jesús ‘los acojo, y no solo los acojo sino que los busco, pero aún más, es que los invito a la mesa, hago fiesta con ellos, los invito a hacer fiesta’. ‘Acoge a los pecadores y come con ellos’; los busca como un día buscaría a Zaqueo entre las ramas de la higuera invitándose a su casa; como acogió a la mujer pecadora e incluso la defendió ante Simón, el fariseo, porque es una pecadora, pero ama mucho y ahora está llorando sus pecados con mucho amor; como acogió y defendió a la mujer adúltera, porque nadie tiene derecho a condenar si primero se mira a mi mismo y ve que tiene también el mismo pecado.
Hoy nos hablará del pastor que va a buscar a la oveja perdida y hará fiesta con sus amigos porque la ha encontrado; y nos hablará de la mujer que revuelve toda la casa buscando la moneda extraviada y llamará a las amigas con alegría porque encontró lo que creía perdido; y finalmente nos hablará del padre que espera y que acoge, que levanta del suelo y restituye de nuevo en su dignidad al hijo que se había marchado y aun rogará también al hijo que se cree un niño bueno para que sea también acogedor con su hermano, queriendo llevarlo también a la fiesta que ha preparado.
Ha venido Dios a buscarnos y nos llama y nos acoge cuando volvemos a El sea cual sea la situación en que nos encontremos. Porque ahí está presente el amor y el amor verdadero no sabe llevar esas cuentas que recuerdan y echan en cara pasadas situaciones. Ahí está presente el amor que espera siempre porque siempre quiere contar con el amado al que le está ofreciendo siempre su abrazo de amor y de perdón para que reemprenda nueva vida. Es el amor que levanta, el amor que ofrece siempre un abrazo de comprensión, que llena de paz el alma.
Pero es el amor que nos interpela para que vivamos en el mismo amor, para que acojamos con el mismo corazón abierto. Es el amor que nos hace pensar y repensar nuestras anteriores actitudes para que comencemos a actuar con un nuevo espíritu que será siempre de acogida y de alegría, un nuevo espíritu que nos llena de paz y que va creando lazos nuevos de fraternidad con todos porque de todos ya para siempre nos sentiremos hermanos.
Siempre que escuchamos y meditamos este texto de esta parábola nos vemos a nosotros como ese hijo que se ha marchado de la casa del padre y que nos sentimos llamados a volver a él porque nos enseña cuál y cómo es el amor del padre que nos espera y que hará fiesta a nuestra vuelta. Pero creo que un mensaje más podemos deducir de este episodio del evangelio que hemos escuchado y estamos meditando.
Decíamos que una clave importante era esa acogida por parte de Jesús de los pecadores con los que terminaba comiendo y haciendo fiesta. Lo que critican los fariseos y los escribas es esa actitud de acogida por parte de Jesús, pero que era precisamente lo negativo que brillaba en ellos. Jesús acogía a los pecadores, pero ellos en lugar de abrir puertas más lo que querían era cerrarlas para dejar a los que ellos consideraban pecadores siempre por fuera, en una palabra, su ‘no-acogida’.
¿Eso no nos tendría que interpelar a nosotros también? Está bien esa primera interpretación y mensaje que siempre hacemos de la parábola, como hemos venido también mencionando, pero ¿cuál es la actitud que nosotros tenemos ante los demás, ante aquellos que nosotros no consideramos que son de los nuestros o que consideramos que son menos dignos?
Tendríamos que aprender de Jesús porque demasiado estamos con las puertas cerradas en los caminos de la vida. Sí, teóricamente lo sabemos, pero en la práctica de lo que hacemos  ¿cómo acogemos al que nosotros vemos distinto? Y lo vemos distinto por el color de su piel o la distinta raza que intuimos que tiene; y lo vemos distinto porque quizá es un inmigrante que ha dejado su tierra y ahora lo vemos deambular de acá para allá buscando un trabajo o un trozo de pan que llevarse al estómago vacío; y lo vemos distinto porque quizá ha caído en la desgracia de los vicios, el alcohol, la droga o no sé cuantas cosas y lo vemos hecho una piltrafa a nuestro lado que tenemos miedo hasta de darle la mano porque nos puede contagiar; y lo vemos distinto porque lo vemos tirado por la calle porque no tiene donde caerse muerto, o es un okupa o nos parece que procede de esas zonas marginales de nuestra sociedad, en una palabra, un marginado. Y así podríamos pensar en tantos a los que nos cuesta acoger, porque no son de los nuestros, porque nos caen mal, porque han sido un desastre en su vida, por no sé cuantas cosas más.
¿Qué haría Jesús hoy? ¿También nosotros como los fariseos murmuraríamos que ‘acoge a los pecadores y come con ellos’? Ojo, no digamos tan rápido que nosotros no lo hacemos, sino fijémonos en cuales son nuestras actitudes, nuestras posturas ante esas situaciones, y nuestros actos reales en la vida.
Pensemos en una cosa más, ¿qué lugar ocupan en nuestra iglesia, en nuestras comunidades, esas personas del listado que hacíamos antes de los que vemos diferentes? ¿Están sentados con nosotros en nuestras celebraciones? Y no digamos que es que ellos no vienen porque tendríamos que preguntarnos si salimos en su búsqueda como el pastor que fue a buscar la oveja perdida o la mujer que revolvió toda la casa para encontrar la moneda extraviada. ¿No podría ser que nos pareciéramos al hijo mayor que ni siquiera llamó hermano al que regresaba a la casa del padre?
¿No tendría que llegarnos por ahí el mensaje que recibiéramos del Evangelio para que aprendamos a ser acogedores como Jesús?

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