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miércoles, 18 de septiembre de 2013

Los caminos de Dios que nos conducen a la verdadera sabiduría

1Tim. 3m 14-16; Sal. 110; Lc. 7, 31-35
Un texto del profeta Isaías que habremos escuchado en más de una ocasión nos decía: ‘Mis caminos no son vuestros caminos, dice el Señor’. Creo que sería algo que tendríamos que tener muy en cuenta, porque muchas veces parece que pretendiéramos que Dios hiciera las cosas a nuestra manera o conforme a nuestras exigencias humanas.
Cuantas veces cuando hablamos de religión o de la Iglesia manifestamos lo que según nuestros criterios humanos tendría que ser la religión, la moral o lo que fuera el trabajo o la acción de la Iglesia. Que si la iglesia tendría que hacer las cosas de esta manera o de la otra, que si en cuestiones morales no se puede ser exigente porque el mundo de hoy es distinto y habría que abrir la mano en no sé cuantas cosas, y así nos hacemos una lista bastante larga muchas veces de nuestras reclamaciones o deseos.
Es cierto que el Señor se nos revela también en el corazón a cada uno y nos va iluminando sobre lo que tendría que ser nuestra vida cristiana o nuestro compromiso como creyentes sembrando en nosotros hermosas inquietudes y despertando compromisos por hacer que nuestro mundo sea mejor. Pero muchas veces tenemos el peligro de dejarnos absorber excesivamente por criterios humanos que pueden terminar muy lejos de lo que son los planes de Dios.
‘Mis caminos no son vuestros caminos’, nos dice el Señor y recordábamos las palabras del profeta. Es el camino de Dios el que hemos de buscar, lo que es su voluntad. Lo decimos y lo rezamos cuando hacemos la oración que Jesús nos enseñó, - ‘hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’ - pero hay el peligro de que se quede solo en palabras que repetimos, porque lo que buscamos en el fondo es nuestra voluntad, que se responda a nuestras apetencias y deseos.
‘¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿a quién los compararemos?’, hemos escuchado que hoy Jesús se pregunta por los hombres de su tiempo. Y Jesús compara las reacciones que tuvieron ante Juan el Bautista y las que tenían también ante el Hijo del Hombre. Muchos escuchaban a Juan e iban incluso a que los bautizara allá en la orilla del Jordán, pero bien sabemos que había otros que lo rechazaban; el evangelio nos relata lo de aquella embajada que vino de parte de los sacerdotes y ancianos de Jerusalén a preguntarle o a pedirle cuentas de por qué bautizaba si él no era el Mesías.
Pero con Jesús vemos que sucede lo mismo. Unos le aclaman y dicen que nunca han visto cosa igual porque Dios ha visitado a su pueblo, mientras otros le rechazan, no quieren aceptar su mensaje, le reclamarán la autoridad con que Jesús se manifiesta cuando hace milagros, resucita muertos o perdona los pecados. Pero algo que muchos no eran capaces de asimilar era la cercanía de Dios que se manifestaba en Jesús sobre todo cuando se rodeaba de los pecadores que acudían llenos de esperanza a estar con El e incluso se sentaban a su mesa.
Es lo que hoy hemos escuchado. ‘Vino Juan que ni comía ni bebía - es proverbial su austeridad y penitencia - y dijisteis que tenía un demonio; viene el hijo del hombre que come y bebe con los publicanos y los pecadores... y también lo rechazáis por comilón y borracho’.
Somos como niños nos dice Jesús; somos como niños caprichosos que nos dejamos llevar por el viento que más sople y más bien parecemos veletas movidas por el viento de acá para allá. Como niños tendríamos que ser pero por nuestra humildad y sencillez, por la apertura del corazón para dejarnos conducir por el Espíritu del Señor, por el ansia profunda de Dios que haya en nuestro corazón pero para encontrarnos de verdad con El y con su Palabra para descubrir lo que es la verdadera voluntad de Dios. De ello nos hablará Jesús en otros momentos del evangelio poniéndonoslo como modelos de esa apertura a Dios y de esa sencillez y humildad.

Busquemos los caminos de Dios que son los que verdaderamente nos conducirán a la verdad sabiduría y a la verdadera plenitud del hombre. 

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