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domingo, 27 de mayo de 2012


Que el fuego del Espíritu incendie nuestro mundo de su amor

Hechos, 2, 1-11;
 Sal. 103;
 1Cor. 12, 3-7.12-13;
 Jn. 20, 19-23
Seguían los discípulos reunidos en el Cenáculo. Aquel primer día de la semana cuando la Pascua aún no había llegado para ellos a su plenitud, ‘estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos’. Había llegado Jesús, había soplado sobre ellos para darles su Espíritu. ‘Y ellos se llenaron de alegría al ver a Jesús’.
Ahora Jesús había ascendido al cielo y les había pedido que permanecieran en Jerusalén. ‘No os alejéis de Jerusalén, les había dicho antes de la Ascensión; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre de la que yo os he hablado… dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo’. Allí en el cenáculo se habían quedado y ahora llegaba la plenitud de la Pascua. Era el paso definitivo del Señor, el Espíritu Santo descendía sobre ellos. Las puertas ya no podían quedar cerradas nunca más.
‘Se llenaron de Espíritu Santo’ y ya no había dificultad para que todos pudieran entender la Buena Noticia. Ni puertas cerradas, ni obstáculos de lenguas extranjeras porque todos entendían. ‘Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua’, exclamaban aquellos que estaban en Jerusalén procecentes de tantos lugares y lenguas distintas.
‘Para llevar a plenitud el misterio pascual enviaste hoy al Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo’, proclamaremos hoy en nuestra acción de gracias. Es lo que hoy estamos celebrando, la Pascua del Espíritu. Es también el paso de Dios por nuestra vida. Y llenos del Espíritu participamos ya plenamente del misterio de Cristo; llenos del Espíritu quedamos inundados de vida divina para ser hijos de Dios.
A los discípulos Jesús les había anunciado que en pocos días serían bautizados con Espíritu Santo. En el agua y el Espíritu fuimos nosotros bautizados, como le decía Jesús a Nicodemo, para renacer a una vida nueva, para poder no sólo contemplar y entender sino vivir en plenitud el Reino de Dios; bautizados en el agua y en el Espíritu comenzamos a ser hijos de Dios. En el Sacramento de la Confirmación recibimos ese don del Espíritu en plenitud para ser esos testigos de Cristo y de su evangelio en medio de nuestro mundo.
Inundados del Espíritu ya podemos proclamar para siempre y a los cuatro vientos que Jesús es el Señor. Y cuando llegamos a reconocer que Jesús es el Señor ya nuestro actuar es distinto porque nuevos valores y virtudes comienzan a resplandecer en nuestra vida y porque en Cristo nos sentiremos para siempre liberados de todas las ataduras que nos esclavizan cuando convertimos las cosas o los deseos, las pasiones o las materialidades de la vida en dueños y señores de nuestra vida. Con la fuerza del Espíritu nos sentimos liberados con la libertad de los que nos sabemos hijos de Dios.
Por eso cuando nos sentimos llenos de los dones del Espíritu nuestra vida comienza a florecer con los nuevos y hermosos frutos del amor, de la paz, de la generosidad, de la bondad, de la justicia, de la comprensión, de la misericordia, del respeto, del perdón. Floreciendo los frutos del Espíritu en nuestra vida nos queremos más y nos sentimos más hermanos; floreciendo en nosotros los frutos del Espíritu sentiremos una responsabilidad nueva de cara a nuestra vida y a nuestro mundo y comenzaremos a trabajar con más ahinco por la justicia, por la verdad, por la paz, por hacer un mundo mejor y más justo; floreciendo en nuestro corazón los frutos del Espíritu nos llenaremos de la ternura divina, de la misericordia y de la compasión para saber estar al lado del que sufre, para consolar y limpiar sus lágrimas, para compartir y ayudarle a caminar con nueva dignidad.
Las puertas también se nos abren y ya no habrá barreras que nos impidan acercarnos a los demás con el anuncio de lo que llevamos dentro. La presencia del Espíritu vencerá todas nuestras cobardías y con valentía nos hemos de convertir en misioneros de la Buena Nueva del Evangelio. Allí salió Pedro y los demás apóstoles a la calle para proclamar ante la multitud que expectante se había reunido porque había escuchado unos signos o señales extrañas, que aquel Jesús a quien habían crucificado – hacía poco más de cincuenta días – Dios lo había constituido Mesías y Señor, había resucitado de entre los muertos y era el único nombre en quien podríamos encontrar la salvación.
Aunque nos pudiera parecer un mundo adverso el que nos rodea – ¿no era adverso aquel pueblo que había llevado a Jesús hasta la cruz? – sin embargo también puede estar expectante a nuestro alrededor ante el anuncio que les podamos hacer, o ante las señales que podamos dar con nuestra vida de esa fe que decimos que tenemos en Jesús y en su evangelio. Hemos de tener palabras valientes para hacer ese anuncio de Jesús, de su salvación, de su evangelio, del Dios Padre que nos ama; pero hemos de saber dar señales con nuestra vida de esa fe que profesamos.
Los apóstoles, llenos del Espíritu, eran capaces de hablar a aquel pueblo expectante, aunque las lenguas pudieran parecer extrañas, y todos los entendían. Nosotros podemos hablar con el lenguaje de nuestra vida llena de amor y de compromiso serio por la verdad, la justicia y la paz, y todos podrán entender el mensaje. Muchas veces pudiera parecer que no nos escuchan o no nos entienden porque quizá falten en nuestra vida las obras del amor que confirmen la palabra que tratamos de anunciar.
Ante los problemas y los sufrimientos de nuestros hermanos ya no nos podemos quedar insensibles o indiferentes y con los brazos cruzados; ante la situación difícil que pasa nuestro mundo en sus carencias materiales o en las carencias de valores del espíritu que también son muchas, nosotros tenemos que comprometernos de un modo nuevo porque hemos de saber sembrar esperanza y despertar la ilusión en todos para luchar por hacer un mundo nuevo y mejor que entre todos podemos lograr.
¡Cuánto podemos hacer! ¡Cuánto tenemos que hacer! Cristo en nuestras manos ha puesto el testigo para que no nos desentendamos de nuestro mundo, sino que vayamos a él llevando una buena nueva de salvación. Tenemos que ser esos testigos del mundo nuevo que nosotros llamamos Reino de Dios, el Reino de Dios que Cristo vino a instituir y por el que nosotros hemos de trabajar.
El Espiritu está en nosotros y con nosotros. El Espíritu está de nuestra parte para que tengamos la fuerza y la valentía de dar ese testimonio que el mundo necesita y nos pide. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor. No pongamos resistencia a la acción del Espíritu en nosotros. El Señor quiere derramar sus dones sobre nosotros con la fuerza de su Espíritu y tendrán que comenzar a florecer esos nuevos frutos del Espíritu en nuestra vida.
Ven, Espíritu Santo, le pedimos una vez más, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. El Espíritu del Señor ya ha venido inundando nuestros corazones, que ese fuego del amor incendie nuestro mundo de la vida nueva del Espíritu.

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