Dejémonos guiar por el Espíritu para que florezcan sus frutos en nosotros
Hechos, 28, 16-20.30-31; Sal. 10; Jn. 21, 20-25
Hoy escuchamos el final
del evangelio de san Juan con ese episodio, casi una anécdota, de la pregunta
de Pedro acerca de lo que le iba a pasar a Juan. Jesús le había anunciado a
Pedro lo que sería su muerte, como ayer escuchamos; ‘cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará
a donde no quieras’, que le dijo Jesús. Y como comenta el evangelista ‘estaba aludiendo a la muerte con que iba a
dar gloria a Dios’.
Pero Pedro intrigado
pregunta por lo que le sucedería ‘al
discípulo que Jesús tanto quería, el mismo que en la cena se había apoyado en
el pecho de Jesús’. Pero ya vemos que a eso Jesús responde con una evasiva que
daría lugar a curiosos comentarios sobre la muerte o no muerte de Juan, ya que
según la tradición murió ya muy anciano.
Como había dicho el
evangelista en versículos anteriores – probablemente donde era el final del
evangelio, pues este último capítulo se considera como un apéndice escrito por
los discípulos del evangelista – ‘todas
estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Hijo de Dios; y para
que, creyendo, tengáis vida en su nombre’. Es lo que quiere trasmitirnos el
evangelio, la palabra de Dios que cada día se nos proclama y escuchamos en lo
más hondo de nuestro corazón; que crezca más y más nuestra fe en Jesús y
vayamos dando frutos de vida eterna.
Frutos de vida eterna,
los frutos del Espíritu que pedimos con intensidad estos días mientras nos preparamos
para la Pascua del Espíritu. Como nos enseña el Apóstol en nosotros han de
brillar los frutos del Espíritu. ‘Los
que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus impulsos y
deseos; si ahora vivimos según el espíritu, dejémonos guiar por el Espíritu’. Lejos de nosotros las obras de la
carne, las obras de las tinieblas y el pecado.
El Espíritu del Señor viene a nosotros y renovará
totalmente nuestra vida. Es un nacer de nuevo, cuando nos hemos unido a Jesús
por el agua y por el Espíritu, como le decía Jesús a Nicodemo. Y entonces en
nosotros esas obras buenas son las que tienen que resplandecer. ‘El fruto del Espíritu es caridad, alegría,
paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y
dominio de sí mismo’.
Llenos del Espíritu del Señor en nosotros lo que tiene
que reinar es el amor y la paz, la alegría y la mansedumbre, la fe verdadera y
la vida recta. Llenos de gozo en el Espíritu sentiremos en nuestro corazón una
paz que en el mundo no podremos encontrar; con la fortaleza del Espíritu
seremos pacientes y perseverantes en nuestra lucha contra el mal y en nuestra
búsqueda de la bondad y la justicia; conducidos por el Espíritu del Señor
estaremos buscando siempre hacer lo bueno y nos olvidaremos de nosotros mismos
por hacer más felices a los que nos rodean, siendo capaces de sacrificarnos y
de darnos con generosidad; iluminados por la sabiduría del Espíritu tendremos
siempre la palabra buena que decir al otro para ayudarle y para valorarle, el
pensamiento puro que aleja de nosotros toda mala sospecha o desconfianza, la
generosidad del corazón para compartir y consolar para que nadie sufra.
‘Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y
enriquécenos… reparte tus siete dones según la fe de tus siervos; por tu bondad
y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito, salva al que busca salvarse y danos tu
gozo eterno… Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende
en ellos la llama de tu amor…’ Haz florecer en nosotros los frutos del
Espíritu.
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