Que venga sobre nosotros el Espíritu divino que nos ayude a alcanzar la vida eterna
Hechos, 20, 17-27; Sal. 67; Jn. 17, 1-11
‘Padre, ha llegado la
hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique…’ comienza así la oración sacerdotal
de Jesús con la que concluye la última cena en vísperas de comenzar la pasión
de Jesús, su glorificación.
Hemos venido escuchando cómo Jesús va desnudando su
corazón y el corazón del Padre en la larga conversación con sus discípulos al
terminar la última cena. Toda esa ternura de Dios que se manifiesta en Jesús
para con nosotros se hace oración en labios de Jesús pidiendo por sus
discípulos. Y todo para la gloria de Dios, porque siempre Jesús lo que quiere
es hacer la voluntad del Padre.
‘Yo te he glorificado
sobre la tierra y he coronado la obra que me encomendaste… he manifestado tu
Nombre a los hombres que me diste en medio del mundo… ahora han conocido que
todo lo que me diste procede de ti… han conocido verdaderamente que yo salí de
ti y han creído que tú me has enviado…’
Así se manifiesta lo que es la vida eterna que quiere
darnos: ‘Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo’. Así
confesando nuestra fe en Jesús podemos alcanzar la vida eterna. Es lo que
quiere para nosotros. Es lo que nos ofrece. Es lo que podemos alcanzar por
nuestra fe en Jesús. Y es lo que nosotros hemos de anunciar, comunicar al mundo
que nos rodea.
Siguen resonando en nuestros oídos las palabras de
Jesús antes de la Ascensión con la misión que nos confió. ‘Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda criatura. El
que crea y se bautice se salvará, pero el que no crea se condenará’. Y nos
envía con la fuerza de su Espíritu a ser testigos de esa vida eterna, a
anunciar el nombre de Jesús para que creyendo alcancemos todos la vida eterna. ‘Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la
tierra’.
Y la misión de ser testigos es para que anunciemos lo
que nosotros creemos y vivimos, para que todos puedan alcanzar esa vida eterna,
creyendo en Dios, reconociendo el nombre de Jesús como el enviado de Dios y
nuestro único salvador. No hay otro nombre en el que podamos alcanzar la
salvación.
Los hechos de los apóstoles nos cuentan cómo después
que Jesús subió al cielo los apóstoles se reunieron en el Cenáculo con María,
la Madre de Jesús, y algunas otras mujeres esperando el cumplimiento de la
promesa de Jesús. Ese cuadro de los discípulos reunidos, y reunidos con María,
en oración aguardando y pidiendo la venida del Espíritu Santo es el cuadro que
nosotros hemos de repetir con la misma fe y con el mismo ardor.
Es lo que con intensidad hemos de querer vivir esta
semana de espera hasta Pentecostés. Avivando nuestra fe, llenando de esperanza
nuestro corazón, deseando ardientemente llenarnos del Espíritu de Dios, que
queme en nuestros corazones para purificarlos todo lo que quede de maldad en
nuestra vida, iluminándonos con la luz de Dios.
‘Ven, Espíritu Santo,
rezamos con las oraciones de la liturgia, manda tu luz desde el cielo, Padre
amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo’.
Que se repartan sobre nuestra vida los dones del Espíritu que nos hagan
saborear todo el misterio de Dios, que nos llene de la sabiduría de Dios, que
nos haga conocer a Dios para alcanzar así la vida eterna.
Como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica ‘La vida moral de los
cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son
disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos
del Espíritu Santo… Hacen a los
fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.’.
Es la súplica, la oración confiada e insistente que
hacemos al Señor en estos días previos a Pentecostés y ha de ser siempre la
oración del cristiano.
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