Santifícalos en la verdad con la
fuerza del Espíritu
Hechos, 20, 28-38; Sal. 67; Jn. 17, 11-19
‘Padre santo,
guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros… santifícalos en la verdad… por
ellos me consagro yo para que también ellos se consagren en la verdad…’
El corazón se llena de gozo, de ánimo, de esperanza
escuchando esta oración de Jesús al Padre.
‘Mientras yo estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste y
los custodiaba…’ Jesús vuelve al Padre pero quiere que quienes creemos en
El nos sintamos seguros en nuestro camino de fidelidad y de amor. Ora al Padre
por nosotros. Tenemos un Sumo Sacerdote que intercede por nosotros sentado a la derecha de Dios. Lo
hemos visto subir al cielo, cuando hemos celebrado la Ascensión, pero sabemos
que no nos deja solos ni abandonados a nuestra suerte. ‘Santifícalos en la verdad’, pide al Padre.
Jesús nos ha prometido que nos enviaría el Espíritu
Santo, el Espíritu de la verdad y de la santificación. Es lo que vamos a celebrar
el domingo y para lo que queremos prepararnos bien, para recibir los dones del
Espíritu que nos llenen de vida y de santidad. Como ya recordábamos con el
Catecismo los dones del Espíritu vienen a mover nuestros corazones para que
seamos dóciles a las inspiraciones divinas que nos conduzcan por caminos de
santidad y nos aparten de todo mal y de todo peligro.
Hemos sido consagrados con el Espíritu Santo en nuestro
Bautismo – un signo de ellos fue la unción con el Crisma santo – para llenarnos
de la gracia santificante que nos hacía hijos de Dios. Ya por nuestra condición
de bautizados somos unos consagrados, somos ungidos, y como consagrados tenemos
que ser santos. Una y otra palabra, consagrado y santo, vienen a significar de
manera semejante como hemos sido separados del mal para que nuestra vida y
nuestras obras sean siempre las del bien. Consagrados, separados del mal, arrancados del mal, para que seamos
santos.
Pero a lo largo de la vida la gracia del Espíritu que
vamos recibiendo en cada momento nos va
disponiendo para el bien; son las gracias actuales que van moviendo
continuamente nuestro corazón y nuestra vida para preservar aquella gracia
santificante que nos consagró y podamos vivir siempre santamente.
Son esas inspiraciones del Espíritu que sentimos tantas
veces en nuestro interior para que hagamos el bien, para que venzamos la
tentación, para que superemos el pecado y el mal que continuamente nos acechan.
Si nos acecha así el tentador atrayéndonos al pecado, al mismo tiempo no nos
faltará la gracia del Espíritu para que podamos vencer esa tentación. Es la
gracia del Espíritu que nos hace santos en cada momento de nuestra vida.
Cuando estamos hablando de los dones del Espíritu
podemos decir son esos regalos que nos da el Espíritu para ayudarnos a vivir la
gracia de Dios. Ya hemos hablado muchas veces del don de la sabiduría, pero
podemos hablar también del don de la fortaleza que nos ayuda en la
perseverancia, que es como una fuerza sobrenatural que nos alienta
continuamente y nos ayuda a superar las dificultades y tentaciones que sin duda
encontraremos en nuestro caminar hacia Dios.
Pidamos, sí, que venga el Espíritu Santo sobre nosotros
y nos llene de sus dones; que nos conceda también el don de la piedad y del
temor de de Dios, para que seamos constantes en nuestra oración pidiendo la
gracia del Señor, pero que también infunda en nuestro corazón ese horror al
pecado para que no ofendamos nunca al Señor que tanto nos ama.
Ven, Espíritu divino…
entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del
hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías
tu aliento… Ven, Espíritu
divino y fortalece nuestra vida con tu gracia que nos santifique en la verdad.
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