El evangelio no es una noticia cualquiera sino la Buena Noticia
1Pd. 1, 10-16; Sal. 97; Mc. 10, 28-31
El evangelio para el cristiano no es una simple noticia
cualquiera que nos da cuenta de una historia pero que se queda ahí en el simple
relato. Ya la palabra mismo lo dice porque evangelio es ‘la buena noticia’, repito no una noticia cualquiera, sino la gran
noticia que no nos puede dejar impasibles o insensibles ante lo que se nos
quiere trasmitir. Es una Buena Noticia, la ‘gran’ Buena Noticia de nuestra salvación.
Así tenemos que recibirla y acogerla porque para
nosotros es vida, porque significa salvación y quien de verdad se siente
salvado a partir de ese momento ya su vida no puede seguir igual. Quien ha sido
salvado de un gran peligro seguro que a partir de esa experiencia de salvación
ya evitará ponerse en el mismo peligro, en la misma situación. Así tiene que repercutir
la Buena Noticia del Evangelio en nuestra vida.
Es, en cierto modo, lo que trata de decirnos hoy el
Apóstol Pedro en la carta que estamos escuchando. Parte de que es una buena
noticia que de alguna manera estaba anunciada y prevista. Nos habla de los
profetas. ‘La salvación fue el tema que
investigaron y escrutaron los profetas, los que predecían la gracia destinada a
vosotros’, nos dice. Lo que anunciaban los profetas no eran simplemente
hecho antiguos, sino que ellos daban señales y signos de la salvación que nos
había de venir por Jesucristo, muerto y resucitado.
En esa óptica escuchamos y profundizamos en el Antiguo
Testamento y todo lo anunciado por los profetas. Todo tenía referencia al
momento final de la plenitud que en Cristo nos había de llegar. ‘Se les reveló que aquello que trataban no
era para su tiempo sino para el vuestro’, les dice el apóstol Pedro. Es el
Evangelio, la Buena Nueva de Salvación que en Cristo llega a nuestra vida.
Pero eso tiene sus exigencias. Como decíamos antes,
quien ha tenido la experiencia de sentirse salvado, ahora su vida será
distinta. ‘Por eso, nos dice, estad
interiormente preparados para la acción, controlándoos bien, a la expectativa
del don que os va a traer la revelación de Jesucristo’. Quien ha sido
liberado del pecado por la muerte y la resurrección de Jesús no puede seguir en
el mismo camino del pecado, sino que su vida tiene que cambiar. Ahora lo que se
le pide es una vida santa. Es la santidad de amor y de gracia que tendría que
brillar en nuestra vida.
Nosotros acabamos de pasar por la experiencia de la
Pascua que hemos tratado de vivir con toda intensidad. Durante cincuenta días
hemos prolongado su celebración, como nos pide la Iglesia, hasta llegar a la
culminación de la Pascua en la fiesta de Pentecostés que celebramos el domingo.
Y ¿ahora qué? Podríamos preguntarnos.
Ya ha pasado la Pascua ¿y eso significa que hemos de
mermar en nuestra atención y tensión espiritual? Tenemos ese peligro al decir
que volvemos al tiempo ordinario, que se convierta para nosotros no solo en un
cambio de color litúrgico, sino en un abandonar toda esa tensión espiritual que
hemos vivido queriendo ser cada día más santos.
Y eso no tendría
que suceder. Todo este camino que hemos recorrido no lo podemos echar a perder,
aunque esa sea la tentación más fácil y más pronta que aparezca en nuestra
vida. Tiene que ser todo lo que hemos vivido un paso grande e importante en
nuestro camino de santidad. Por eso con la misma intensidad tenemos que seguir
viviendo nuestra vida cristiana, con la misma atención hemos de querer escuchar
la Palabra de Dios, con la misma fuerza hemos de seguir orando y viviendo los
sacramentos de gracia que alimentan nuestra vida.
Como nos dice el apóstol, ‘como hijos obedientes, no os amoldéis más a los deseos que teníais
antes, en los día de vuestra ignorancia. El que os llamó es Santo; como El, sed
también vosotros santos en toda vuestra conducta, porque dice la Escritura:
seréis santos, porque yo soy santo’. Es lo que tenemos que vivir.
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