Amaos unos a otros de corazón e intensamente
1Pd. 1, 18-25; Sal. 147; Mc. 10, 32-45
En los sacrificios de la antigua Alianza se ofrecían
sacrificios de animales o de cosas materiales como ofrendas que se hacían al
Altísimo como holocausto de acción de gracias o como reparación. Sin embargo el
cordero que se sacrificaba en la pascua todos los años más que nada era una
señal de lo que Dios había hecho por el pueblo que lo había liberado de la
esclavitud de Egipto.
Pero todo eso esa anticipo y preparación de lo que
había de venir. Quien iba a derramar su Sangre en sacrificio sería Jesús
convirtiéndose así en nuestro salvador y redentor. Desde Cristo todo iba a ser
distinto, porque era El el verdadero Cordero Pascual inmolado para nuestra
salvación. El sería el que nos iba a rescatar, como nos dice hoy san Pedro, ‘no con bienes efímeros, con oro o con
plata, sino a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha’.
Es lo que hemos venido celebrando de manera intensa en
el tiempo de pascua que hemos recién concluido. Es lo que celebramos cada vez
que nos reunimos en Eucaristía que hacemos memorial de su pasión y su muerte en
la cruz y de su resurrección. Es lo que continuamente tenemos que recordar para
dar gracias y para recordar el valor grande de nuestra vida cuando hemos sido
rescatados a precio de la Sangre de Cristo. Como nos sigue diciendo en el texto
hoy proclamado ‘por Cristo vosotros
creéis en Dios que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios
vuestra fe y vuestra esperanza’. Con todo lo que significa poner toda
nuestra fe y nuestra esperanza en Dios y las repercusiones que ha de tener para
nuestra vida.
Pero nos
recuerda algo importante también hoy el apóstol Pedro en su carta y es la
consecuencia de vida que hemos de vivir a partir de que hemos sido así
redimidos. ‘Ahora que estáis purificados
por vuestra respuesta a la verdad y habéis llegado a quereros sinceramente como
hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente’.
Nos recuerda el mandamiento del amor que ha de ser
nuestro distintivo para siempre. Y es que quienes hemos experimentado en
nuestra vida lo que es el amor de Dios que nos rescatado y redimido por la
Sangre de Cristo, no nos queda otra respuesta que la del amor. Y el amor que le
hemos de tener a Dios ha de ser en su estilo, a su manera, como es el amor que
Dios nos tiene, como tantas veces hemos reflexionado.
En el evangelio hemos escuchado el anuncio que hace de
su entrega y de su pasión mientras van subiendo a Jerusalén. Un detalle curioso
es que parece como si Jesús tuviera prisa por llegar a Jerusalén para su
entrega, porque nos dice que iba delante, adelantándose a los discípulos y
estos le seguían extrañados. Las prisas del amor, podríamos decir.
Pero es en este momento y circunstancia cuando aquellos
dos discípulos vienen pidiendo primeros puestos. Ya hemos reflexionada
ampliamente en muchas ocasiones el diálogo entre Jesús y Santiago y Juan. Pero
fijémonos en la reacción del resto de los discípulos que no entienden, que
dejan en cierto modo de llenar de envidia y celos sus corazones.
Pero allí está Jesús con el mensaje y la enseñanza.
¿Queréis primeros puestos? ¿Queréis ser los primeros? Hay que hacerse servidor
y esclavo de todos. Recuerda Jesús la ley del amor que es la que tiene que
guiar nuestra vida, como ya también hemos venido hoy reflexionando. No pueden
ser otros los intereses; no puede ser otro el estilo de nuestro vivir. Es el
amor que nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos para amar, para buscar el
bien del otro, para servir, para darnos por los demás. Como nos decía Pedro hoy
en su carta ‘habéis llegado a quereros
sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente’.
Que así sea siempre en nuestra vida.
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