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jueves, 29 de diciembre de 2011



1Jn. 2, 3-11;
 Sal. 95;
 Lc. 2, 22-35
En estos días en que seguimos celebrando la Natividad del Señor en el evangelio se nos van ofreciendo distintos textos todos ellos referentes a los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús y su infancia para seguir ayudándonos a profundizar en el misterio de Jesús, Dios que se ha hecho carne, se ha hecho hombre como nosotros.
El texto del evangelio de hoy nos ofrece la presentación de Jesús en el templo, como estaba prescrito para todo primogénito varón que había de ser ofrecido al Señor a los cuarenta días de su nacimiento. En su momento, cuarenta días después de la navidad, el 2 de febrero, volveremos a escucharlo y a celebrarlo, pero hoy se nos ofrece en esta lectura continuada de los hechos de la infancia de Jesús.
Es la ofrenda que todo piadoso judío hacía al Señor junto al reconocimiento de que toda vida nos viene de Dios y por eso la primicia es para el Señor. Una expresión de un pueblo creyente que sabe hacer ofrenda de lo mejor para Dios. Allí están, pues, José y María en esa consagración a Dios de su hijo primogénito y haciendo la ofrenda de los pobres. Así quiso encarnarse Dios entre nosotros entre la humildad de los pobres, que luego tanto nos enseñaría este gesto humilde a través de todo el evangelio.
Pero ahí podemos contemplar a Jesús, como nos dirá luego la carta a los Hebreos, haciendo ofrenda de si mismo, de quien viene en todo a hacer la voluntad del Padre. Quien en otro momento del evangelio – allá junto al pozo de Jacob – que su alimento es hacer la voluntad del Padre, quien en el momento supremo de la Cruz gritará poniendo en las manos del Padre su espíritu, o quien ante la inminencia de la pasión en la agonía de Getsemaní aunque le pida al Padre que le libre de aquella hora, de aquel cáliz, sin embargo dirá que no se haga su voluntad sino la voluntad del Padre, es el que en el momento de entrar en el mundo, como expresa la carta a los Hebreos dirá ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
Pero en algo más podríamos fijarnos en este texto del evangelio. Allí se están manifestando las mejores esperanzas del pueblo de Israel expresadas en aquel santo anciano, Simeón, que acude al templo y da gloria al Señor porque sus ojos han podido contemplar al Salvador. ‘Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en él’, como nos lo presenta el evangelista.
‘Había recibido un oráculo del Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Ahora impulsado por el Espíritu Santo fue al templo’. Y aquel hombre, lleno de esperanza, de la más pura y honda esperanza, bendice ahora al Señor porque allí está quien es ‘presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’.
Es lo que  nosotros estamos viviendo y celebrando en estos días. Las esperanzas de la humanidad están cumplidas en Jesús, el niño recién nacido que vemos entre pajas en Belén. Ha llegado la luz que disipa todas nuestras tinieblas. Con Jesús toda nuestra vida tiene que estar llena de luz. La alegría que tanto manifestamos en estos días de tantas formas tiene que nacer de esa presencia de Cristo en nuestro corazón. Nos sentimos luminosos para iluminar también a los demás porque estamos llenos de la luz de Dios. No es nuestra luz, sino la luz del Señor que reflejamos en nuestras obras, en  nuestra fe y en nuestro amor.
No caben en nosotros los pesimismos que oscurecen y llenan de muerte nuestra vida. En nuestro corazón brotan y florecen todas esas flores llenas de color y de vida que nos hacen mirar la vida y el mundo de manera nueva. Por eso queremos trasmitir alegría, ilusión por lo nuevo, esperanza de un mundo nuevo. Es más, desde nuestra fe en Jesús tenemos la obligación de trasmitirla. No saben en nosotros las tristezas y las desesperanzas porque tenemos a Jesús con nosotros. Y El  nos enseña a hacer esa ofrenda de nuestro yo y nuestra voluntad al Padre para hacer siempre el querer de Dios.

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