1Jn. 2, 3-11;
Sal. 95;
Lc. 2, 22-35
En estos días en que seguimos celebrando la Natividad
del Señor en el evangelio se nos van ofreciendo distintos textos todos ellos
referentes a los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús y su
infancia para seguir ayudándonos a profundizar en el misterio de Jesús, Dios
que se ha hecho carne, se ha hecho hombre como nosotros.
El texto del evangelio de hoy nos ofrece la
presentación de Jesús en el templo, como estaba prescrito para todo primogénito
varón que había de ser ofrecido al Señor a los cuarenta días de su nacimiento.
En su momento, cuarenta días después de la navidad, el 2 de febrero, volveremos
a escucharlo y a celebrarlo, pero hoy se nos ofrece en esta lectura continuada
de los hechos de la infancia de Jesús.
Es la ofrenda que todo piadoso judío hacía al Señor
junto al reconocimiento de que toda vida nos viene de Dios y por eso la
primicia es para el Señor. Una expresión de un pueblo creyente que sabe hacer
ofrenda de lo mejor para Dios. Allí están, pues, José y María en esa
consagración a Dios de su hijo primogénito y haciendo la ofrenda de los pobres.
Así quiso encarnarse Dios entre nosotros entre la humildad de los pobres, que
luego tanto nos enseñaría este gesto humilde a través de todo el evangelio.
Pero ahí podemos contemplar a Jesús, como nos dirá
luego la carta a los Hebreos, haciendo ofrenda de si mismo, de quien viene en
todo a hacer la voluntad del Padre. Quien en otro momento del evangelio – allá
junto al pozo de Jacob – que su alimento es hacer la voluntad del Padre, quien
en el momento supremo de la Cruz gritará poniendo en las manos del Padre su
espíritu, o quien ante la inminencia de la pasión en la agonía de Getsemaní
aunque le pida al Padre que le libre de aquella hora, de aquel cáliz, sin
embargo dirá que no se haga su voluntad sino la voluntad del Padre, es el que
en el momento de entrar en el mundo, como expresa la carta a los Hebreos dirá ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu
voluntad’.
Pero en algo más podríamos fijarnos en este texto del
evangelio. Allí se están manifestando las mejores esperanzas del pueblo de
Israel expresadas en aquel santo anciano, Simeón, que acude al templo y da
gloria al Señor porque sus ojos han podido contemplar al Salvador. ‘Simeón, hombre honrado y piadoso, que
aguardaba el consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en él’, como nos
lo presenta el evangelista.
‘Había recibido un
oráculo del Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del
Señor. Ahora impulsado por el Espíritu Santo fue al templo’. Y aquel hombre, lleno de
esperanza, de la más pura y honda esperanza, bendice ahora al Señor porque allí
está quien es ‘presentado ante todos los
pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’.
Es lo que
nosotros estamos viviendo y celebrando en estos días. Las esperanzas de
la humanidad están cumplidas en Jesús, el niño recién nacido que vemos entre
pajas en Belén. Ha llegado la luz que disipa todas nuestras tinieblas. Con
Jesús toda nuestra vida tiene que estar llena de luz. La alegría que tanto
manifestamos en estos días de tantas formas tiene que nacer de esa presencia de
Cristo en nuestro corazón. Nos sentimos luminosos para iluminar también a los
demás porque estamos llenos de la luz de Dios. No es nuestra luz, sino la luz
del Señor que reflejamos en nuestras obras, en
nuestra fe y en nuestro amor.
No caben en nosotros los pesimismos que oscurecen y
llenan de muerte nuestra vida. En nuestro corazón brotan y florecen todas esas
flores llenas de color y de vida que nos hacen mirar la vida y el mundo de
manera nueva. Por eso queremos trasmitir alegría, ilusión por lo nuevo,
esperanza de un mundo nuevo. Es más, desde nuestra fe en Jesús tenemos la
obligación de trasmitirla. No saben en nosotros las tristezas y las
desesperanzas porque tenemos a Jesús con nosotros. Y El nos enseña a hacer esa ofrenda de nuestro yo
y nuestra voluntad al Padre para hacer siempre el querer de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario