Fiesta de la Sagrada Familia
Gén. 15, 1-6; 21, 1-13
; Sal. 104;
Hb. 11, 8.11-2.17-19;
L. 2,
22-40
‘Se volvieron a su ciudad de Nazaret’,
nos dice el evangelista, después de cumplir todo lo que prescribía la ley del
Señor. Es el texto que la liturgia nos ofrece en este día en que estamos
celebrando la fiesta de la Sagrada Familia. Habitualmente se celebra el domingo
siguiente a la Navidad, pero al coincidir domingo este año, el siguiente
domingo con la Octava de la Navidad y la Solemnidad de María, la Madre de Dios,
es por lo que esta fiesta de la Sagrada Familia celebra en este día del 30 de
Diciembre.
Contemplando
el hogar santo de Nazaret nos viene bien celebrar este jornada y reflexionar
sobre la familia tomando como modelo aquella Sagrada Familia de Nazaret de
Jesús, José y María. Celebramos,
reflexionamos y oramos. Nos gozamos en nuestras familias en las que hemos
nacido y nos hemos desarrollado humana y cristianamente como personas y como
creyentes en Jesús. Damos gracias a Dios por esa familia en la que vivimos o a
la que hemos pertenecido o hemos formado, reconociendo también cuánto de Dios
hemos recibido por su medio.
Y oramos
por las familias, por todas las familias que también se ven tan amenazadas con
tantos peligros. Pedimos al Señor su bendición sobre las familias, como diremos
en la bendición del año nuevo, que vuelve su rostro sobre nuestras familias y
nos conceda su favor, su paz, su amor, su gracia.
Riqueza
maravillosa de la familia que no podemos permitir que sea destruida. Verdadero
patrimonio de la humanidad que hemos de saber conservar. Necesitamos verdaderas
familias, auténticos hogares que sean lugar de encuentro y de amor, lugar de
crecimiento y maduración, auténtica base del desarrollo del hombre, del bien de
la humanidad, de la paz para nuestro mundo.
En el
caldo amoroso y al calor del amor de la familia tenemos todos los ingredientes
para ese desarrollo y crecimiento de nuestra vida, de nuestra persona. Al calor
del amor podemos desarrollando lo mejor de nosotros mismos; allí aprendemos a
querernos y respetarnos, a aceptarnos y perdonarnos, a ser felices desde los
pequeños detalles que tenemos los unos con los otros y desde esa ayuda
desinteresada que busca siempre el bien del otro. Ahí, sabremos vencernos a
nosotros mismos para lograr la mejor armonía y convivencia y nos damos cuenta
que lo que nos hace felices es el bien que hacemos a los demás. Auténtico caldo
de cultivo de la paz para todos.
Alguien
podría decirme que son palabras hermosas, pero utópicas, si miramos la realidad
de lo que es la vida. Partiendo precisamente de la realidad de la vida en su
lado mas hermoso me atrevo a decir todo esto, aunque veamos familias rotas y
destrozadas porque no hayamso dejado entrar el verdadero amor o no lo hayamos
cuidado lo suficiente. Es cierto que el mal del egoísmo y de los orgullos se
nos meten muchas veces en el corazón y destrozan las cosas más bellas. Pero es
que cuando contemplamos la realidad de la familia hemos de saber descubrir su
lado más trascendente y que precisamente desde amor fuertemente vivido nos hace
descubrir a Dios, volvernos a Dios, encontrar a Dios en nuestra vida.
Un
autentico hogar lleno de amor siempre nos abrirá a la trascendencia, y es en el
hogar y en la familia donde aprendemos a abrirnos a Dios. La familia es no solo
ese lugar de encuentro de los miembros de la familia entre si, sino el lugar
donde podemos realizar, donde aprendemos a realizar un encuentro un encuentro
vivo y profundo con Dios.
Los
cristianos llamamos a la familia verdadera Iglesia doméstica. Es ahí donde
aprendemos a conocer a Dios, donde aprendemos a relacionarnos con El, donde
aprendemos de la manera más plástica y práctica todo lo que es ese amor de
entrega total que nos enseña Jesús en el Evangelio. Alli nuestros padres nos
hablaron de Dios por primera vez y nos enseñaron a hablar con Dios con las
primeras oraciones aprendidas. De su mano nos llevaron a la práctica de las
devociones religiosas y a la vivencia del culto litúrgico. Nos enseñaron el
santo nombre de Jesús y el dulce nombre de María nuestra madre.
La familia
es escuela de encuentro con Dios y escuela de aprendizaje de los más altos
valores cristianos que arrancan desde el amor de Dios que se nos manifiesta en
Jesús y que aprendemos a vivir en todo lo que es la relación familiar entre
esposos, entre padres e hijos, entre hermanos y entre todos los miembros de la
familia.
Pero es
además que ahí en la familia aprendemos que todo eso no lo realizamos por
nosotros mismos y si queremos vivir toda aquella maravilla que es la familia y
el hogar lo podemos hacer con la fuerza y la gracia del Señor. Por eso el amor
matrimonial se convierte en sacramento de Dios, en signo cierto y santo de lo
que es la presencia de Jesús junto a nosotros que con su gracia nos fortalece,
nos ayuda, nos previene frente a tantos peligros como pueden atentar contra la
santidad del matrimonio, de la familia y de un hogar cristiano. Es lo que
llamamos la gracia del sacramento.
Hoy a la
sombra de la Sagrada Familia de Nazaret, cuando contemplamos al Hijo de Dios
que al encarnarse lo ha querido hacer siendo miembro de una familia, siendo
parte de un hogar humano, reflexionamos sobre todo ello y queremos pedir al
Señor que derrame su bendición sobre nuestras familias, sobre nuestros hogares.
Que vuelva su rostro amoroso sobre aquellas familias que se encuentran en
mayores dificultades para que les fortalezca con su gracia. Que vuelva su
rostro sobre nosotros y nos enriquezca con su amor.
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