Ageo, 2, 1-10;
Sal. 42;
Lc. 9, 18-22
‘Una vez que estaba Jesús orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?... y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’
¿Quién es Jesús? Parece una encuesta como se hace hoy para saber la opinión de la gente, para saber de la popularidad de un personaje. ¿Qué opina la gente de su tiempo de Jesús? ¿Qué opinamos nosotros? ¿Qué significa para nosotros? No son preguntas para tomárnoslas a la ligera. Son algo serio porque además con su respuesta estamos manifestando cuál es nuestra fe, cuál es la hondura de nuestra fe.
En la referencia del texto, que muchas veces hemos reflexionado, aparecen las diferentes opiniones de la gente si un profeta como los antiguos, si Elías el que había de venir o Juan Bautista que ha vuelto a la vida; también tenemos la respuesta honda, profunda de fe de Pedro: ‘El Mesías de Dios’.
En las reflexiones que nos venimos haciendo aquí cada día, en el marco de la celebración, en nuestra reflexión sobre la Palabra que el Señor cada día quiere dirigirnos algo así, como lo que hoy se nos plantea, nos hemos venido preguntando. Hemos reflexionado últimamente de nuestros deseos de conocer a Jesús, de ver a Jesús. Y una cosa que estos días hemos reflexionado es cómo Jesús quiere manifestársenos si le amamos de verdad y cumplimos sus mandamientos, si plantamos hondamente su Palabra en nuestro corazón y nuestra vida.
Creo que la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado nos da una pauta hermosa para que respondamos a estas preguntas o para que busquemos con toda seguridad a Jesús. Ya hemos reflexionado en otra ocasión que sólo desde la fe podemos ir a Jesús y podremos conocer todo el misterio de su ser. Hoy se nos dice cómo desde la oración podremos ahondar plenamente en ese misterio. Cuando Jesús hace la pregunta a los discípulos nos decía el evangelista que ‘estaba Jesús orando, en presencia de sus discípulos…’
Como hemos reflexionado en más de una ocasión – lo hicimos ayer – no vamos hasta Jesús para conocer un personaje histórico sin más. Cuando vamos a Jesús vamos a conocer a Dios, vamos a adentrarnos en el misterio de Dios. Con ese espíritu de fe, con ese espíritu de oración, abriendo nuestro corazón y toda nuestra vida al misterio de Dios es cómo podremos conocerle de verdad, es cómo podremos entrar en todo su misterio.
Oración es sentirnos inundados de Dios, inundados de su amor. Oración es sentirnos envueltos en su presencia. Oración es vaciarnos nosotros en Dios, o vaciarnos de todas las cosas vanas que puedan llenar nuestro corazón para llenarnos de Dios. Hablamos de oración, no de la rutina de unas palabras que repetimos, sino de una apertura silenciosa a ese misterio de Dios para escucharle, para conocerle, para vivirle.
Nos cuesta hacerlo a veces, porque estamos muy llenos de rutinas, o porque son tantos los apegos que tenemos en nuestro corazón que nos cuesta vaciarnos de todas esas futilidades para llenarnos de lo verdaderamente importante, para llenarnos de Dios. Nos cuesta hacer ese silencio en nuestro interior porque son demasiadas las voces que dejamos meter por los oídos de nuestra vida que luego no sabremos discernir lo que es verdaderamente la Palabra que el Señor nos susurra o nos grita a veces allá en el corazón. Nos cuesta porque hemos puesto tan en el centro de todo nuestro yo, que no damos cabida al nosotros de Dios.
Vayamos con Jesús al silencio de la oración, como cuando se iba al descampado o se subía a la montaña del Tabor. El nos dice también que nos metamos allá en la soledad y silencio de nuestra habitación, de la habitación de nuestra alma, cerrando las puertas a todos los ruidos exteriores. Vayamos con Jesús así en la oración y le conoceremos, y le amaremos, y nos sentiremos amados por El, y El se nos manifestará, se nos dará a conocer, y podremos entonces confesarle no solo de palabra sino con la fe de toda nuestra vida. No temeremos entonces que nos diga también que el Hijo del Hombre tiene que padecer, porque también escucharemos que al tercer día ha de resucitar.
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