Esdras, 1, 1-6;
Sal. 125;
Lc. 8, 16-18
La luz no la encendemos para ocultarla; para eso la dejaríamos apagada. No podría cumplir su función de iluminar. Y una luz inútil que no ilumina para nada la tenemos. Y eso sucede con una luz oculta. Hay poco que decir. Es claro lo que nos dice Jesús. ‘Nadie enciende el candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; por el contrario, lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz’.
Pero todos entendemos que no está hablando de la materialidad de la luz que podamos encender en un camino, poner en una habitación o que queremos que nos alumbre, por ejemplo una escalera. Jesús quiere decirnos algo más. Porque la imagen de la luz se repite muchas veces en el evangelio. Incluso materialmente estas palabras que hoy hemos escuchado nos las repiten literalmente el mismo san Lucas en otra ocasión y también san Mateo y san Marcos.
¿Quién es esa luz que se enciende en nuestra vida y nos ilumina? No preguntamos qué es esa luz, sino quien es esa luz. Esa luz es Jesús. Ya nos lo dice el evangelio de san Juan desde el principio, o el mismo Jesús nos dirá que El es la luz del mundo. ‘Yo soy la luz del mundo y el que me sigue no camina en tinieblas’, nos dice.
Y de esa luz tomamos nosotros para nuestra vida, con esa luz de Jesús nos dejamos iluminar. El encuentro con Jesús es el encuentro con la luz. Encontrarnos con Jesús es sentirnos transformados de tal manera que nuestra vida se ilumina y ya todo es distinto para nosotros. Encontramos un sentido, encontramos un valor, encontramos una razón de ser para nuestra existencia, encontramos una nueva forma de caminar y de vivir.
Y es que la luz del evangelio convierte a los hombres en luz; luz con la que nosotros también tenemos que iluminar; no nos la podemos quedar sólo para nosotros sino que iluminando nuestra vida seremos luz para los otros. Ya nos dice Jesús, por ejemplo, que ‘vean los hombres nuestras buenas obras para que den gloria al Padre del cielo’. A eso tiene que llevarnos la luz que se manifestará en nuestra manera de vivir, en las buenas obras de amor que realicemos.
Pero nos decía que la luz no se puede ocultar. Y eso nos tiene que hacer pensar también si acaso alguna vez nos avergüenza ser luz, tenemos miedo de reflejar esa luz que por la fe que tenemos en Jesús ya llevamos dentro. No podemos ocultar nuestra fe. Tenemos que dar la cara por esa fe y por esa luz que llevamos con nosotros. No nos podemos avergonzar de ser unos iluminados por Cristo, aunque los que estén a nuestro lado no lo entiendan, aunque se mofen de nosotros o incluso puedan llegar a perseguirnos. El testimonio que tenemos que dar ha de ser un testimonio valiente.
El mundo necesita testigos de la luz que los ilumine. Hay demasiadas tinieblas. Y, hemos de reconocer, que hay demasiada cobardía en nosotros los cristianos. También podemos encontrarnos con la falta de respeto y tolerancia de los demás a nuestra manera de ver las cosas. Todos pueden hablar de sus convicciones pero quizá a nosotros se nos quiera acallar para que no proclamemos nuestro testimonio, pero hemos de darlo valientemente.
Fortalezcamos esa luz en nuestro corazón queriendo conocer y amar cada vez más a Jesús. Fortalezcámonos para ese testimonio desde nuestra oración confiada al Señor para que nos dé ese espíritu de valentía. Fortalezcámonos siendo más firmes en nuestra fe porque también nos preocupemos de formarnos debidamente para dar esa razón de nuestra fe y nuestra esperanza que el mundo necesita. ‘Que todos tengan luz’.
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