Ageo, 1, 1-8;
Sal. 149;
Lc. 9, 7-9
‘¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?’, se pregunta Herodes. Se había enterado de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse. Los poderosos viven enfrascados en su corte de poder y no siempre se enteran bien de lo que sucede alrededor. Están en otra órbita.
Ahora le llegan noticias del profeta que ha aparecido por Galilea y los comentarios que hacen algunos que aún lo llenan más de confusión. Le hablan de muertos que resucitan. En concreto que si el Bautista ha vuelto a resucitar o algún antiguo profeta. Pero para quienes están endiosados en su poder esa trascendencia de la vida le es algo ajeno. Viven muy pendientes de sus cosas y de si se pudiera poner en peligro su poder. Además a Juan lo había mandado matar él.
Aunque mañana lo escucharemos con mayor detalle en las respuestas que le darán a las preguntas de Jesús sus discípulos, ya vislumbrados la cierta confusión que hay también entre las gentes. Ha habido ocasiones en que se admiraban de las palabras que salían de la boca de Jesús y las propias gentes habían hablado de que un gran profeta había aparecido entre ellos, que Dios les había visitado. Pero esos entusiasmos en ocasiones son bien pasajeros y pronto se olvidan. Por eso la confusión.
Herodes siente curiosidad por Jesús. También nos dice el evangelista que ‘tenía ganas de verlo’. Sobre eso hemos reflexionado recientemente. Pero quizá en este caso solo se queda en una curiosidad pero que no ha despertado la fe.
No podemos acercarnos a Jesús de cualquier manera y querer estudiarlo simplemente como si se tratara de un personaje histórico más. Muchos lo han hecho y lo siguen haciendo quedándose en una humanidad histórica y simplemente sentirán admiración por Jesús porque se le puede considerar como un personaje singular.
Pero quien acude así a Jesús se quedará siempre en poca cosa. Costará abrirse a la fe para descubrir no solo su humanidad sino toda la maravilla que se encierra en Jesús cuando descubrimos en El a Dios que se ha hecho hombre para ser nuestro salvador. Hay que abrir la mente y el corazón de otra manera. No nos podemos cerrar a la trascendencia.
A Herodes como a muchos judíos de su época – bien conocemos el caso de los saduceos – como también lo encontramos en otras corrientes filosóficas entre los gentiles, el tema de la resurrección, por ejemplo, será algo que costará entender. Sólo se queda Herodes en una curiosidad por Jesús ante las cosas extraordinarias o milagrosas que realiza. Un milagro le pedirá cuando se encuentre con El cara a cara al enviárselo Pilatos durante la pasión y como Jesús no le complace lo tratará de loco. Ya en los Hechos de los Apóstoles vemos cómo cuando Pablo habla en Atenas, por ejemplo, de Jesucristo resucitado, con sorna le dirán que de eso lo escucharán otro día y le dan la espalda.
Pues bien, si no pensamos en la resurrección pobre se nos quedará la fe en Jesús. Creemos en Jesucristo resucitado, primicia de todos los que han muerto y que abre nuestra vida también a la resurrección y a la vida eterna. Como nos dirá san Pablo, si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe.
Abramos nuestro corazón a la fe. No vayamos hasta Jesús por mera curiosidad. Tengamos deseos de ver a Jesús, de conocer a Jesús, pero busquémoslo desde lo más hondo de nosotros mismos. No venimos aquí, a la celebración, como a un entretenimiento más porque no tenemos otra cosa que hacer. Venimos aquí porque queremos llenarnos de Dios. Venimos aquí porque queremos gozarnos en la presencia de Dios. Venimos aquí porque queremos mostrarle nuestra alabanza y porque queremos poner en El todo nuestro amor.
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