Is. 55, 6-9;
Sal. 144;
Filp. 1, 20.24-27;
Mt. 20, 1-16
‘Un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña… id también vosotros a mi viña…’ repetirá una y otra vez en las diferentes horas del día en que sale a la plaza a buscar jornaleros. ‘¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?’, dirá a los últimos al final del día.
En una primera lectura y reflexión estamos viendo la responsabilidad que se nos confía en el trabajo que cada día hemos de realizar. Una viña a la que son llamados distintos jornaleros. Un mundo que Dios ha puesto en nuestras manos y en el que tenemos que realizar nuestro trabajo, desarrollar nuestras capacidades; sacar el fruto de esa tierra, de esa vida que se nos ha confiado cada uno según sus capacidades, cualidades y valores, en las distintas horas del día, en los distintos momentos de nuestra vida.
Es el camino y la historia de la humanidad con sus avances, con su ciencia desarrollada, con la huella buena que cada uno de los hombres a través de la historia va dejando en la vida, en el mundo, en la sociedad. Somos herederos del trabajo de los que nos han precedido y es la herencia buena que tenemos que dejar a las generaciones que nos siguen. Es la historia de la ciencia, del pensamiento, de tantos y tantos avances que el hombre con su inteligencia y con su esfuerzo ha ido realizando en aquella viña que el Señor puso en nuestras manos, en esa creación que Dios inició y nos ha confiado. Es la mirada creyente que hemos de tener sobre la historia.
Es un sin sentido no desarrollar esos valores, estar ociosos mano sobre mano, cuando tanto bueno podemos hacer en la vida. ‘¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?’ No podemos encerrar nuestros valores, los talentos que Dios nos ha dado, como habremos reflexionado en más de una ocasión. Es la responsabilidad con que tenemos que tomarnos la vida, el trabajo, ese lugar que ocupamos también en la sociedad a la que hemos de contribuir a mejorar.
Y en los momentos difíciles y de crisis que vivimos actualmente en la sociedad creo que todos hemos de pensar en nuestra responsabilidad; no podemos pensar que todo está en las manos de otros ni esperar que otros nos solucionen los problemas, sino que cada uno ha de poner su granito de arena, aunque nos pudiera parecer insignificante, para mejorar la situación de la sociedad.
Claro que puede sonar dura y dolorosa la respuesta que muchos pueden dar como aquellos que estaban en la plaza a última hora ‘nadie nos ha contratado, nadie nos ha llamado a trabajar’, y puede ser un grito angustioso a aquellos que tienen en su mano - por su situación, por su poder, por el lugar de responsabilidad que ocupan en la sociedad - el hacer todo lo que sea posible para que haya trabajo para todos. Que el Señor mueva los corazones, tenemos que pedir.
Con mirada creyente también en esa viña a la que se nos invita a trabajar podemos ver el campo de la Iglesia con la responsabilidad que con ella tenemos todos sus miembros. O es ese campo del mundo en el que hemos de sembrar la semilla de la Buena Nueva, del Evangelio; algo de lo que tampoco podemos desentendernos. En esas llamadas a distintas horas podemos ver las llamadas que el Señor nos va haciendo a trabajar en su viña que es la Iglesia, podemos ver los diferentes carismas y vocaciones que el Señor despierta en nosotros para nuestra contribución a la extensión del Reino de Dios. Nos daría este tema también para hermosas reflexiones y preguntas que tendríamos que hacernos en nuestro interior.
Pero hay algo en la parábola que desconcierta a muchos, como a aquellos mismos jornaleros que habían sido llamados a trabajar en la viña. ‘Cuando oscureció el dueño de la viña dijo al capataz: llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los jornaleros y recibieron un denario cada uno’. Ya escuchamos el desconcierto y las protestas. A todos nos pagas por igual. No pretende la parábola hablarnos de justicia distributiva donde en nuestras medidas humanas unos merecerán más que otros. Aunque tenemos que reconocer que en justicia les ha pagado lo que habían quedado. ‘Amigo no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete’.
Algo más querrá decirnos el Señor. Desde nuestras miras y medidas humanas siempre ha costado comprender bien esta parte de la parábola. Y es que las miras y medidas de Dios nos exceden en generosidad a lo que nosotros podemos pensar o desear. El denario que nos ofrece Dios por la responsabilidad con que hayamos vivido nuestra vida va mucho más allá de esas ganancias materiales o de esas medidas económicas.
Y a lo que nosotros pongamos de bueno en la vida, por pequeño e insignificante que nos parezca, el premio del Señor va siempre muy lleno de generosidad. Disfrutar de ese denario de Dios es algo más hermoso que una ganancia material, porque será disfrutar en plenitud de Dios mismo, que es el verdadero premio a nuestra vida. En la trascendencia que nos da nuestra fe ¿no hablamos de vida eterna? Es lo que el Señor nos ofrece que tiene mucha mayor plenitud que todos los goces humanos y terrenos que aquí podamos vivir. Ya escuchábamos al profeta que de parte de Dios nos decía ‘mis planes no son vuestros planes… como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes’.
Por eso desde la generosidad que vemos en Dios hemos de aprender nosotros a hacer las cosas no por ganancias humanas sino con generosidad también en nuestro corazón. No podemos ser interesados en lo bueno que hacemos porque vayamos a ganar, o queramos ganar unos puntos, unos méritos. Sintamos la satisfacción de lo bueno que hacemos, aunque no seamos correspondidos, pero con gozo en nuestro espíritu al menos por todo eso bueno que dejamos en herencia para los que vienen detrás de nosotros.
En nuestras relaciones humanas a veces somos demasiados interesados y andamos como a la compraventa; si me das, te doy; si me ayudas, te ayudo… y podemos perder el sentido de la gratuidad, de la gratuidad con que nosotros hacemos lo bueno, porque el regalo que nos hace el Señor en nuestro corazón será siempre más hermoso; es gracia, decimos.
Hemos, por otra parte, de ser agradecidos por lo que recibimos, que no es simplemente por nuestro merecimiento sino por la generosidad de quien nos lo da, nos ayuda o nos hace algo bueno. Y así con el Señor también. ¡Cuánto recibimos de Dios cada día!
En muchas cosas nos hace reflexionar la parábola que nos ha propuesto Jesús. Dejemos que por fuerza del Espiritu se mueva nuestro corazón y así vayamos descubriendo los planes y los caminos del Señor.
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