Aprender
a gozarnos en el amor, a disfrutar del amor, a sentir la alegría de sentirnos
amados… es el amor que permanece, porque quien se da siente el gozo de amar
Hechos de los apóstoles 15, 7-21; Salmo 95;
Juan 15, 9-11
Hacer que las cosas duren, seguramente
es un deseo que todos tenemos. Adquirimos algo que pudiéramos considerar
importante y lo cuidamos para que no se nos estropee, ni se dañe ni se pierda
porque queremos tenerlo para siempre; es una posesión que alguien quizás nos ha
regalado y queremos guardarlo porque siempre queremos tener el recuerdo
agradecido a quien nos lo donó.
Pero no son las cosas las que queremos
conservar y que duren; son los recuerdos de las experiencias que hemos tenido y
que siempre tendrán en nosotros un recuerdo permanente por lo dichoso, por
ejemplo, que fue esa experiencia, y su recuerdo nos hace permanecer en esa
dicha; pero más aun son las personas que han pasado por nuestra vida, nuestros
padres y hermanos, nuestra familia y seres queridos, las amistades que hemos tenido
que nos han hecho vivir y compartir tantas cosas que queremos que permanezcan,
que no nos fallen ni nosotros fallarles, y cuidamos ese cariño y esa amistad, y
avivamos en nosotros el deseo de estar siempre a su lado.
Como nos hemos fijado en la medida en
que hemos ido avanzando en nuestra reflexión, ya no son solo las cosas las que
queremos que permanezcan sino que pasamos a otros recuerdos y a otras
experiencias, pero sobre todo llegamos a lo más hermoso y que sí queremos que
permanezca para siempre que es el amor que hemos vivido en nuestras relaciones
con los demás. ¿Se pueden marchitar esos recuerdos, como se pueden estropear
esas cosas que queremos conservar? ¿Se puede marchitar el amor de manera que
esa relación se rompa y ya no permanezca? Es lo que no queremos que suceda
aunque bien sabemos de nuestras limitaciones y debilidades que pueden ajar
muchas cosas bellas de la vida.
Hoy Jesús en el evangelio nos habla de
permanecer en el amor. Diríamos que es la huella que quiere dejar en nuestra
alma esos momentos supremos que El está viviendo en que precisamente por amor,
por el amor que nos tiene, se va a entregar en el más hermoso y profundo amor,
dando su vida por nosotros. No olvidemos el marco en el que el evangelio nos
sitúa estas palabras de Jesús, en aquella cena pascual que celebró con sus discípulos
antes de vivir su Pascua hasta la entrega definitiva y total.
Nos habla del amor del Padre en el que
El permanece, nos habla de su amor en el que quiere que nosotros permanezcamos
en El, nos está hablando de amor en el que hemos de permanecer para llegar con
él también a los demás, a los que hemos de amar con un amor semejante al suyo. ‘Como
el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor’, nos dice.
Así nos ha amado El y en ese amor quiere que nosotros permanezcamos.
¿Qué significa esta permanencia en el
amor? Un amor que no se apaga, un amor que siempre es leal, un amor que es
fiel, un amor que hemos de cuidar. Ya
sabemos cómo somos que hasta nos cansamos de lo bueno; cuando le hacemos perder
intensidad lo volvemos aburrido y monótono, le falta calor y le falta color;
entramos en la dinámica de las rutinas en que ya hacemos las cosas sin
motivación, sin ganas, como quien cumple un rito más, como si fuera simplemente
una obligación que cumplir; hacerlo así es entrar en una peligrosa pendiente
que hará que se amor se entibie y lo que se entibia pierde sabor.
Tenemos que aprender a gozarnos en el
amor, a disfrutar del amor, a sentir la alegría de sentirnos amados para con
ese amor contagiar también a los demás. Es el amor que permanece, porque quien
se da siente el gozo de darse, el gozo de amar. Por eso nos señalará que nos ha
dicho todo esto para que nuestra alegría sea completa, ‘mi alegría esté en
vosotros, y vuestra alegría llegue a su plenitud’. Disfrutemos de la
alegría del amor, es la felicidad más grande que podemos alcanzar.
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