Que
la mirada de María se pose sobre nuestros corazones haciéndonos llegar la
mirada de Dios que es bendición de Dios para nosotros hoy
Números 6, 22-27; Salmo 66; Gálatas 4, 4-7;
Lucas 2, 16-21
Días de bendiciones, de felicitaciones,
de regalos, de alegría… son algunas de las características de estos días. Son
las palabras y deseos que decimos y repetimos en estos días. Palabras que
decimos, porque es navidad; cosas que decimos, porque es año nuevo y expresamos
tantos buenos deseos para nosotros mismos y para todos; palabras que decimos,
porque todos tenemos ansias de alegría y de fiesta, porque de algunas manera
estamos como obstinados por tantas oscuridades que nos van apareciendo en la
vida, problemas, violencias, luchas, vacíos… que queremos algo distinto, algo
que nos traiga alegría, algo que nos haga disfrutar mejor de la vida, que nos
haga olvidar esos momentos oscuros y duros.
¿Serán deseos de trascender nuestra
vida más allá de lo caduco que cada día vamos encontrando y no nos llena, nos
deja vacíos, para buscar algo más permanente y nos alcance una mayor plenitud?
Seguimos celebrando Navidad y queremos
hacerlo con la misma solemnidad y con el mismo fervor. Es la octava de la
Navidad. Y la Iglesia nos invita hoy a mirar a María en su maternidad divina;
es la madre de Jesús que por eso mismo para nosotros se convierte en la madre
de Dios, porque en Jesús estamos viendo, así lo confiesa nuestra fe, al Hijo de
Dios que tomando nuestra carne se ha encarnado para hacerse hombre como
nosotros, ha plantado su tienda entre nosotros. Y así, pues, contemplamos a
María, la Madre de Dios.
Decíamos que son días de bendiciones y
así nos aparece en la primera lectura esa bendición que Moisés propone a Aarón
como fórmula con la que bendeciría al pueblo. ¿Y qué es la bendición de Dios
sino que Dios vuelva su rostro compasivo sobre nosotros mostrándonos así su
amor? ‘El Señor te bendiga y te
proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre
tu rostro y te conceda la paz’.
Dios ha vuelto su rostro sobre nosotros
y nuestro mundo y nos ha dado a Jesús. Es lo que estamos celebrando
precisamente en Navidad. Eso es precisamente lo que significa el nombre que le
imponen al Niño, como nos dice el evangelista, como lo había llamado el
ángel antes de su nacimiento. Dios es mi Salvador, viene a ser su
significado.
El nombre de Jesús, pues, viene ya en
sí mismo a ser una bendición para nosotros. ¿No decíamos que desde los vacíos
de nuestra vida pretendemos trascendernos para encontrar aquello que nos llene
en plenitud? En Jesús venimos a encontrarnos con esa paz que nos salva. Es el
que viene a traernos la paz, como se nos dice en la bendición que se nos
ofrecía en la primera lectura, porque viene a inundarnos del amor de Dios.
La paz en su sentido más profundo es
mucho más que la carencia de violencia o de guerra; la paz nos está hablando de
la integridad de nuestra vida, nos está hablando de la mejor realización de
nosotros mismos, nos está señalando esa serenidad interior que nos sana por
dentro alejando de nosotros todo tipo de malicia y maldad, nos está poniendo
por encima de desconfianzas y recelos para encontrar esa armonía en nuestro espíritu
pero también en nuestra relación con los demás, nos habla de rectitud y
honradez, de lealtad y generosidad de espíritu, de comprensión y misericordia
porque quien no sabe perdonar no sabrá nunca lo que es la paz, nos hace caminar
sendas de humildad y sencillez para sentirnos siempre cercanos a los demás, nos
abre a lo gratuito y desinteresado y al mismo tiempo nos hace agradecidos.
Hoy para nosotros es el día de la paz,
la jornada que la Iglesia nos ha propuesto ya hace muchos años para celebrar y
para pedir por la paz. Pedimos por ese mundo nuestro tan necesitado de paz, y
pensamos en tantas guerras que afligen nuestro mundo en tantos lugares; pero
pedimos y queremos construir la paz allí donde estamos, con los más cercanos,
porque tenemos que comenzar por nuestras familias y por los que nos rodean en
el día a día; cuánto nos cuesta, cuántas barreras nos interponemos, cuántas
distancias mantenemos disimuladamente pero muy reales.
Pedimos la paz para nosotros mismos;
tenemos que construirla, tenemos que sacar a flote esos valores que nos hacen
encontrar la paz, en todo aquello que antes veníamos reflexionando. Una tarea
ingente, porque algunas veces ahí dentro de nosotros mismos es donde más nos
cuesta conseguir esa paz, que no puede ser una cosa ficticia, que no se puede
quedar en apariencias, que tiene que nacer del corazón, que tenemos que vivir
allá en lo más hondo de nosotros mismos sanando nuestro corazón de tantas
heridas que lo van dañando.
Es una bendición que recibimos y que
compartimos. Hoy también de manos de María. Quiero mirar el rostro de María en
este momento en que los pastores llegan al portal buscando aquello que les
había anunciado Dios por medio del ángel. Ojos de sorpresa, quizás, cuando todo
se llenaba de luz con la presencia de los ángeles, con la presencia de aquellos
pastores; qué lazos de afecto y gratitud se crearían en aquellos momentos entre
María y los pastores, quien había visto cerrarse las puertas de las posadas a
su llegada a Belén ahora era acogida por los pobres que poco tenían pero que
tanto estaban ofreciendo con su presencia a los pies del niño. ¿Cómo sería
entonces la mirada de la madre?
Que esa misma mirada de María se pose sobre nuestros corazones haciéndonos llegar la mirada de Dios. Su mirada es bendición de Dios para nosotros hoy.
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