Contemplamos
en la Ascensión la gloria del Señor, pero no nos quedamos ahí extasiados sino
que hemos de rehacer el camino a Jerusalén y llegar a los confines del mundo
Hechos de los Apóstoles 1, 1-11; Sal 46;
Efesios 1, 17-23; Lucas 24, 46-53
Cuando nos proponemos
hacer un camino o una peregrinación con una meta que quizás nos parezca lejana,
por una parte el sentir que no vamos solos haciendo ese camino porque hay otros
que lo hacen a nuestro lado, o el poder saber que otros han llegado y que
quizás no ha sido tan difícil y costoso como nos puede estar pareciendo a
nosotros en determinados momentos, nos alienta, nos hace superarnos a nosotros
mismos y transcendernos de aquello que ahora vamos haciendo para pensar en esa
meta y nos hace sentir como una fuerza especial dentro de nosotros para no
desistir y seguir en el empeño.
Podríamos
decir que todo eso y mucho más es para nosotros esta fiesta de la Ascensión del
Señor que hoy estamos celebrando. Una fiesta que llena de esperanza nuestro
corazón, que nos hace ponernos en camino, no desistir en nuestra marcha porque
un día podemos contemplar esa gloria con la que el Señor Jesús está siendo
glorificado por su resurrección y Ascensión al cielo.
‘Resucitó
de entre los muertos, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre
todopoderoso’,
confesamos en el Credo de nuestra fe. Es la unidad, podríamos decirlo así, del
misterio de Cristo que ha sido glorificado. ‘A ese Jesús a quien vosotros
crucificasteis Dios lo resucitó de entre los muertos y lo constituyó Señor y
Mesías’, le escucharemos decir a Pedro en la mañana de Pentecostés ante la
multitud que entonces veremos congregado a las puertas del Cenáculo en las
calles de Jerusalén.
Litúrgicamente
celebramos en días separados la Resurrección y la Ascensión del Señor al cielo
siguiendo la pauta de esos cuarenta días de los que nos habla san Lucas en que
Jesús se les manifestaba glorioso y les hablaba del Reino de Dios, pero es la
unidad de la Pascua lo que estamos celebrando, el triunfo de la vida sobre la
muerte, de la gracia sobre el pecado, cuando contemplamos al que había sido
crucificado por nuestra salvación exaltado y glorificado en el cielo y sentado
a la derecha de Dios Padre.
Esos cuarenta
días que median entre la resurrección y la ascensión más que un espacio en el
tiempo, fue el espacio en el que los discípulos asumieron ese triunfo de Cristo
– recordamos cuantas dudas había en sus corazones incluso el mismo día de la
resurrección - para poder sentirse fuertes con la presencia del Espíritu que
Jesús les había prometido – como celebraremos el próximo domingo en Pentecostés
– para salir al mundo a hacer el anuncio de la Buena Noticia de Jesús. Mientras
les hablaba una vez más del Reino de Dios, como nos dice el texto de los
Hechos.
¿No será
también para nosotros el tiempo de la maduración de nuestra fe? Le damos
nuestro sí con nuestra confesión de fe, es cierto, porque nos decimos creyentes
y cristianos, pero cuánto nos cuesta arrancar para llegar a dar ese testimonio
pleno de nuestra fe. También en nuestros corazones tenemos que ir realizando
esa maduración de nuestra fe, dejarnos encontrar por el Señor que viene a
nosotros para alimentar nuestra fe, para hacerla crecer y madurar, para que
lleguemos en verdad a dar esos frutos que se nos piden con nuestro testimonio,
con nuestra palabra, con nuestra vida.
Dios va
poniendo a nuestro lado, al paso de nuestra vida, muchas cosas, muchas
personas, muchos medios desde muchos ámbitos, desde nuestras comunidades que
nos ayudarán a ese crecimiento y maduración de nuestra fe. Sepamos ver en ello
esto de lo que nos está hablando el texto de los Hechos, que Jesús resucitado
fue manifestándoseles para hablarles del Reino de Dios. Dejemos que el Espíritu
del Señor vaya haciendo mella en nuestros corazones; El nos conduce, nos
ilumina, nos fortalece interiormente, nos hace conocer en profundidad todo ese
misterio de Jesús para que luego seamos testigos hasta los confines del mundo.
Hoy
contemplamos a Cristo glorificado en su Ascensión y sentado a la derecha del
Padre; pero hoy está poniendo Jesús el testigo en nuestras manos, porque somos
nosotros los que tenemos que salir ahora al mundo. Contemplamos la gloria del
cielo, pero no nos podemos quedar ahí extasiados sino que tenemos que volver a
Jerusalén, tenemos que volver a nuestro camino, tenemos que volver a ese camino
que Jesús pone ante nosotros para que vayamos a hacer ese anuncio de la Buena
Nueva de Jesús al mundo.
Podríamos
tener la tentación de Pedro en el Tabor de querer hacer tres tiendas para
quedarse en aquellos momentos gloriosos y luminosos para siempre, pero Jesús
los hizo bajar de la montaña como ahora aquellos Ángeles de Dios les dirán a
los discípulos que no se queden ahí extasiados sino que tienen que volver al
Jerusalén de la vida. La contemplación de la gloriosa Ascensión del Señor nos
llena de esperanza y alienta nuestra vida para seguir en el camino. Sabemos a
donde un día llegaremos si seguimos el camino con fidelidad, el camino de la
fidelidad a la misión que se nos encomienda.
Con nosotros
está la fuerza del Espíritu del Señor, como de manera especial celebraremos el próximo
domingo; por eso a pesar de nuestras flaquezas y debilidades, de los cansancios
y desánimos que tantas veces nos pueden aparecer seguimos haciendo el camino
con la fuerza del Espíritu del Señor que está con nosotros. Grande es el campo
que se abre ante nosotros, porque hemos de ir hasta los confines del mundo,
pero sabemos que El estará con nosotros hasta la consumación de los tiempos.
Recibiremos la fuerza que viene de lo Alto.
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