Es
doloroso el escándalo de la falta de unidad en nuestras comunidades que las
destruye y nos impide ser signos auténticos de Jesús para que el mundo crea
Hechos de los apóstoles 22, 30; 23, 6-11;
Sal 15; Juan 17, 20-26
Dolor
sentimos en el alma cuando vemos que una cosa, una tarea, una obra que con
mucho cariño habíamos emprendido luchando y trabajando por conseguir lo mejor,
por culpa de la división o el enfrentamiento de aquellos por los que trabajamos
o que serían sus beneficiarios o de aquellos que tenían la misión de continuar
dicha tarea, aquello se destruye y se viene abajo.
¿Por qué
tienen que surgir esas ambiciones que nos enfrentan y que nos hacen estar como
a la rapiña? ¿Por qué no somos capaces de con el mismo mimo y cuidado seguir
haciendo que aquello se mantenga en pie, pues con tanto bien puede a la larga
beneficiarlos a todos?
Pero mira
cómo somos, qué pronto lo que comenzamos a hacer es buscar nuestro beneficio, o
como nos sentimos mal cuando vemos que otros son felices y las cosas le marchan
bien. Envidias, recelos, desconfianzas, ambiciones, orgullos tantas cosas que
se nos meten por medio y son causa de destrucción en lugar de mantener la
unidad.
Nos sucede
tantas veces en todos los ámbitos de la vida social. Pareciera que siempre nos
gusta estar jugando a la guerra; pero no es un juego, es una cruel realidad en
nuestras comunidades, en nuestros grupos y desgraciadamente lo vemos también en
el ámbito de nuestras comunidades cristianas, en nuestras parroquias, en
nuestra Iglesia. Queremos que sobresalga nuestro grupo y no nos importa
destruir lo que hagan los demás; en nuestros orgullos y vanidades lo que
pretendemos es sobresalir porque a la larga lo que queremos es humillar a los
que no son de nuestra cuerda.
Es doloroso,
pero es la realidad. Es doloroso y no nos podemos cruzar de brazos. Es doloroso
y tenemos que escuchar hoy la oración de Jesús al Padre pidiendo por la unidad
de todos los que creemos en El. El sabía bien lo que nos iba a suceder. Cuántas
guerras nos hacemos también dentro de la Iglesia. Cuánto nos falta de la
misericordia, pero de la de verdad. Cuánto nos falta del amor verdadero que
hace verdadera comunión.
Cuando
hablamos de la unidad de la Iglesia nos refugiamos enseguida en ese gran drama
de la Iglesia de Jesús que es la falta de la unidad de los cristianos que ha
creado tan diversidad de Iglesias en que todos se quieren considerar la verdadera
y tanto nos cuesta ese diálogo y entendimiento pero lo que llamamos la unidad
de los cristianos. Claro los cristianos de pie nos parece que casi tenemos que
desentendernos de eso por va por otras alturas y ahí poco podríamos hacer.
Pero no
olvidemos que el escándalo de la falta de unidad está en nuestras pequeñas
comunidades, en esa misma Iglesia a lo que nosotros pertenecemos y en la que
vivimos que vive tantas veces rota por dentro. Y ahí sí tenemos mucho que
hacer, ahí tenemos que comenzar a poner esa unidad y esa necesaria comunión;
entre los más cercanos, entre los que nos encontramos todos los domingos cuando
entramos o salimos de nuestras celebraciones pero que ni nos conocemos aunque
seamos del mismo pueblo. En esas pequeñas comunidades en las que muchas veces destruimos
tanto con nuestras críticas, con nuestro despego y no participación, con
nuestra dejadez y despreocupación. Qué imagen tan desastrosa damos tantas veces
ante el mundo que nos rodea.
Escuchemos las palabras de Jesús y
rumiémoslas en nuestro corazón. ‘No
solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de
ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo
les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos
uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el
mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado
a mí’.
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