La
tarea del cristiano, la tarea de la Iglesia como la de Jesús de ser signo de la
misericordia de Dios que levanta y rehabilita al pecador llenándolo de nueva
vida
Isaías 43, 16–21; Sal 125; Filipenses 3,
8-14; Juan 8, 1-11
Si en la vida
nos miráramos más a nosotros mismos con sinceridad otras serían nuestras
actitudes tantas veces condenatorias para con los demás, se desinflaría pronto
la violencia de la condena y comenzaríamos más a tender la mano para ayudar a
levantarse al caído como nos gustaría que nos dieran la mano para hacer nuestro
propio camino de retorno. No somos sinceros para mirarnos, no somos humildes
para reconocer que necesitamos esa mano tendida, no tenemos la valentía de
ponernos a dar los pasos del retorno de las miserias en que nos vemos
envueltos, seríamos más generosos con los demás para caminar a su lado en esa
difícil tarea y camino de rehacer una vida rota.
Es lo que nos
ofrece hoy el evangelio en este quinto domingo de cuaresma. Es el paso final
para el encuentro definitivo con la misericordia; es el duro momento quizá en
que nos vemos hundidos pero que se convierte en un momento de esperanza cuando
sentimos la mirada misericordiosa del Señor sobre nosotros.
¿Nos habremos
preguntado de verdad cómo se sentiría aquella mujer que fue arrojada a los pies
de Jesús casi con una sentencia de condena ya prefijada? Era mucho más que la
vergüenza de verse señalada con el dedo y acusada; era el peso de la muerte de
la que le parecía que no se libraba. Y ese momento que se convierte en un momento
supremo para la persona contemplaría su vida y sus errores, contemplaría su
pecado y todo lo que la había arrastrado hasta ese momento. Los gritos de sus
acusadores le taladraban no solo sus oídos, sino que se sentiría desgarrada
hasta lo más hondo de sí misma.
Pero se hizo
silencio. Cesaban los gritos de los acusadores y se esperaba la palabra final.
Quien parecía que tenía esa palabra también guardaba silencio aunque ahora se
palpaba que todas las miradas se dirigían a El, a Jesús, que agachado hacía
garabatos en el suelo. Algún nuevo grito rompía aquel silencio y al final se
escuchó la palabra de Jesús. ‘El que esté sin pecado que tire la primera
piedra’. Y el silencio volvió a envolver aquellos momentos roto por unos
pasos silenciosos que se arrastraban alejándose del lugar.
Ahora Jesús
sí la miraba. ‘¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?’ Tímidamente
como quitándose un peso de encima finalmente se oye la voz de la mujer. ‘Ninguno,
Señor’. Y en los ojos de Jesús pudo contemplar aquella mujer lo que era la
misericordia de Dios. Una mirada que la levantaba y no ya de aquel suelo donde
la habían arrojado, sino del infierno en que ella misma se había metido. Una
mirada de vida que rehacía la vida, una mirada de amor que llenaba de esperanza
el corazón, una mirada intensa que rehabilitaba y ponía en camino. ‘Yo
tampoco te condeno, vete y no peques más’.
Qué nuevos
caminos se abren cuando nos encontramos con la misericordia del Señor. Pero,
como decíamos, tenemos que aprender a mirarnos a nosotros mismos con sinceridad
y con mucha carga de humildad. Es así cómo experimentamos la misericordia de
Dios en nuestra vida; será así cómo aprenderemos a mirar con ojos de
misericordia al hermano que camina a nuestro lado comenzará a surgir una nueva
sensibilidad en el corazón.
Cuando en
verdad nos sentimos amados de Dios nuestro corazón se llena de una nueva
ternura que se va a traslucir en actitudes nuevas para con los demás, en gestos
de verdadera misericordia con el hermano, en manos tendidas para levantar, para
ayudar a rehabilitarse, para saber caminar al lado del otro, para ofrecer
nuevas oportunidades, para creer de verdad en la persona y en todas sus
posibilidades.
Lo tenemos
que experimentar en nosotros mismos dejando que cale en nosotros esa mirada de
amor que Jesús nos ofrece porque así sentimos tantas veces el amor y la
misericordia de Dios; ese amor de Dios que rehace nuestra vida por muy rota que
la tengamos, ese amor de Dios que sigue contando con nosotros a pesar de
nuestras flaquezas y debilidades tantas veces repetidas; ese amor de Dios que
nos transforma para que nosotros seamos esos instrumentos de la misericordia de
Dios para con los demás.
Porque esa
tiene que ser nuestra tarea; esa es la buena noticia que nosotros hemos de
transmitir a los demás; esas han de nuestras nuevas actitudes, nuestros nuevos
gestos con los que iremos ayudando a los demás, ese nuevo corazón con el que
nos acercaremos siempre a los otros. Esa ha de ser siempre la tarea de la
Iglesia, Iglesia de misericordia y de compasión, Iglesia que camina junto al
mundo para iluminarla con su luz, Iglesia que tiene que acercarse siempre al
hombre pecador, no para lanzar la piedra de la condena, sino para tender el
brazo en que se apoye para levantarse e iniciar nuevo camino.
¿Sabremos
hacerlo siempre así? ¿Lo hará siempre así la Iglesia con el hombre pecador o
con el mundo lleno de pecado? Es un reto muy grande el que tenemos entre manos.
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