Hay pendientes por las que nos deslizamos, espirales que nos creamos
que parecen no pueden romperse, pero no seamos pesimistas, la rectitud y el
bien tienen finalmente que brillar
Eclesiástico 47, 2-13; Sal 17; Marcos 6,
14-29
Queremos
quedar bien; nos molesta que duden de nosotros, y nos queremos presentar como
los más honrados del mundo; mantenemos las apariencias, y queremos decir que
somos personas de palabra, que no nos vamos atrás de la palabra dicha, aunque
para lograrlo tengamos que arrasar lo que sea.
¿Vanidad? ¿Orgullo?
¿Amor propio? ¿La soberbia de la vida que nos coloca en pedestales o nosotros
por nuestra cuenta nos subimos a ellos sin ver si en verdad lo merecemos?
Bueno, nos creemos merecedores de todo, aunque nuestra vida sea un desastre. Muchas
cosas que se pueden ir luego sucediendo en el correr de la vida, porque todo se
convierte en una pendiente donde parece que no podemos parar. Es esa espiral
que nace de nuestros orgullos o de nuestro amor propio y va creciendo y
aumentando de desastre en desastre. Cuantas maldades se van sucediendo una tras
otra.
¿Cómo
contrarrestar esa espiral sin fin? ¿Seremos capaces de volver sobre nosotros
mismos para edificar nuestra vida no sobre apariencias sino sobre nuestra
propia realidad aunque nos cueste reconocer errores o debilidades? Enfrente
como contrastando todo eso aparece el camino de la rectitud y del bien. Será un
camino duro y difícil, porque parece que el mal tiene la última palabra.
Pero no
podemos ser pesimistas ni sentirnos derrotados; estamos convencidos de la
fuerza del bien, del obrar en rectitud. Y de eso tenemos que ser testigos,
testimoniarlo con nuestra propia vida aunque nos cueste sangre. El creyente
sabe que aunque tenga que pasar por la pascua de la muerte, siempre hay vida,
siempre está el triunfo de la vida y del amor. Sabemos que la sangre del
testigo es semilla de nueva vida. Lo contemplamos en Jesús, como lo podemos
contemplar en el testimonio que se nos ofrece hoy en el evangelio.
¿Será la
lucha que contemplamos hoy en el evangelio?
Herodes se pregunta quién es Jesús de quien está ahora oyendo tanto hablar; en
el fondo a Herodes le está gritando su conciencia aunque no quiera hacerle
caso; él sabe que ha martirizado a Juan el Bautista. Mira por donde, se dice
que le tenía aprecio y que le gustaba escucharle. Pero las tornas se viraron
porque su vida era disoluta y el Bautista denunciaba que lo que estaba haciendo
no era lo correcto; las fuerzas del mal, representadas en Herodías, la mujer
con la que convivía ilícitamente Herodes, logran meterlo en la cárcel; al final
le llevará a la muerte.
Ya hemos
escuchado el relato, un cumpleaños, una fiesta, muchos invitados, la hija de
Herodías que se conquista el corazón de Herodes con su baile y éste que le
ofrece hasta la mitad de su reino si se lo pidiera; pero al acecho está
Herodías que le hace pedir a su hija la cabeza del Bautista. Los respetos
humanos, las apariencias, el que dirán, el querer quedar bien y, aunque le
dolió lo que le pedía la muchacha, Herodes accedió a que le llevaran en una
bandeja la cabeza del Bautista.
Fue la
pendiente, la espiral, la vanidad, el orgullo que lo fue desencadenando todo.
Juan Bautista será el testigo del bien y de la verdad con su sangre derramada;
será la semilla que se estaba plantando; aunque aparentemente apareció la
maldad y la muerte, el testimonio ha quedado de manera permanente. La rectitud
del Bautista hasta el final, hasta la muerte, contrarresta la maldad de Herodes
y será el testimonio que queda como lección para nuestra vida.
¿Tendríamos
que preguntarnos algo quizá sobre nuestras vanidades y nuestros orgullos?
¿Tendremos que plantearnos eso de quedar bien o preguntarnos cuál es el camino
de rectitud que hemos de seguir en nuestra vida? ¿Seremos capaces de romper
esas pendientes por las que tantas veces nos deslizamos en la vida?
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