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domingo, 7 de noviembre de 2021

Nos quejamos de las oscuridades de la vida porque quizá no tenemos ojos limpios y bien abiertos para percatarnos de la luminosidad del corazón de tantos a nuestro lado

 


Nos quejamos de las oscuridades de la vida porque quizá no tenemos ojos limpios y bien abiertos para percatarnos de la luminosidad del corazón de tantos a nuestro lado

1Reyes 17, 10-16; Sal. 145; Hebreos 9, 24-28; Marcos 12, 38-44

Siempre lo recuerdo como el regalo más hermoso que he recibido. Me habían hablado de una mujer mayor y muy pobre que estaba enferma, atendida en la medida que podía por un hijo ya en cierto modo mayor también y que vivía muy lejos entre los montes de aquel pueblo donde entonces estaba como párroco; me dispuse a ir a visitarla y tras la sorpresa de mi llegada, la dificultad para entendernos por su casi ceguera y sordera, al final me reconoció y con emoción recuerdo aún la alegría con que me recibió; no sabía como agradecérmelo y en su pobreza quería hacerme algún presente; abrió uno de aquellos cajones de tea que entonces se usaban para guardar sus pertenencias y allí tenía prensados unos higos pasados, que de alguna manera guardaba para su propia alimentación; como pudo trató de sacar un puñado grande de aquellos higos como un regalo que desde su pobreza pero en su alegría y generosidad quería compartir conmigo.

Podemos estar seguros que de la casa de un pobre si a ellos nos acercamos con generosidad de corazón nunca saldremos con las manos vacías. Allí leí aquel día plasmado en aquella mujer una página del evangelio. Un gran regalo recibí yo aquel día a través de aquel puñado de higos pasados.

Es lo que vemos hoy en el evangelio. Jesús estaba a la entrada del templo sentado enfrente del arca de las ofrendas y desde allí enseñaba a los discípulos reunidos en torno a El. Pero sus ojos estaban atentos para captar donde se desarrollaba un gesto maravilloso de generosidad y de desprendimiento. Mientras los que entraban echaban sus ofrendas en el arca, algunos quizá con pomposidad manifiesta para que se notara lo generosos que querían aparentar en lo que allí depositaban, una anciana viuda silenciosamente y sin que nadie se percatara dejó caer su humilde ofrenda de dos monedillas que era todo lo que tenía para vivir. Sólo los ojos de Jesús supieron percatarse de lo que allí sucedía y de la grandeza del corazón de aquella anciana.

Es lo que Jesús quiere destacar. ‘En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.

Es el interrogante que se plantea en nuestro corazón. ¿Hasta donde llega nuestra generosidad? ¿Hasta donde somos capaces de desprendernos de lo que tenemos? ¿Si solo damos cuando nos sobra qué valor tiene eso? Nosotros, hemos de reconocerlo, que siempre estamos haciendo nuestros cálculos, hasta dónde puedo llegar, cuáles son los imprevistos que se me pueden presentar, cuánto va a quedar para mí. La generosidad y la gratuidad están en merma en nuestros corazones.

Una generosidad y una gratuidad que tiene que aprender a mirar a los ojos de la persona a la que vamos a ayudar, una generosidad que tiene que saber tender la mano con humildad pero con la ternura del amor para acercarse a aquel con quien compartimos; pero una generosidad y una gratuidad que no tiene que mirar colores de piel ni procedencias, que no tiene que hacer juicio de la vida de aquellos a los que damos, ni buscar preferencias en aquellos que nos pudieran parecer más merecedores.

Una generosidad y una gratuidad en la que no es tan importante lo que se puedan vaciar nuestros bolsillos, sino ser capaces de vaciarnos de vanidades y de orgullos, de búsquedas de reconocimientos o de gratitudes, de actitudes egoístas o posturas de comodidad. Si faltan estas condiciones aunque quizás demos mucho está mermada en nuestro corazón la generosidad.

Jesús les decía los discípulos que tuvieran cuidado de no contagiarse de las actitudes de los escribas y de los fariseos con sus vanidades y con sus orgullos, buscando primeros puestos o lugares de honor, buscando reconocimientos y gratitudes, a costa quizás de la manipulación que hacen de los demás. Cuidado que esas vanidades no se nos metan también en el alma a nosotros buscando también halagos y gratitudes por aquello que con generosidad de corazón tendríamos que hacer, cuidado con esas disimuladas posturas que ocultan la pobreza de nuestro corazón.

Seamos además capaces también de saber apreciar el altruismo, la generosidad, la gratuidad y el desprendimiento de muchas personas nuestro alrededor. Hay personas así, como aquella viuda del evangelio o como aquella mujer de Sarepta de Sidón de la que nos habla la primera lectura; hay personas que no destacan, que parece que no levantan un palmo del suelo por la humildad con que van por la vida, pero que van con un corazón generoso y desprendido y tienen un alma grande.

Nos quejamos con demasiada frecuencia de las oscuridades de la vida, pero es que quizá no tenemos ojos limpios y bien abiertos para percatarnos de esa generosidad de corazón de tantos a nuestro lado. Será la viejita que te da el puñado de higos pasados, o será la persona sencilla que te ofrece el vaso de agua fresca de su sonrisa, será la persona que silenciosamente pone su humilde ofrenda en el templo, o será quien se acerca a casa del vecino para compartir el perejil de su pobreza. Pero muchas personas hay con generoso corazón y no siempre somos capaces de verlo.

No vamos a hacerles homenajes porque ellos tampoco los quieren, pero si desde lo más hondo de nosotros mismos hemos de saber hacer ese reconocimiento y aprender esa lección.

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