Nos quejamos
de las oscuridades de la vida porque quizá no tenemos ojos limpios y bien
abiertos para percatarnos de la luminosidad del corazón de tantos a nuestro
lado
1Reyes 17, 10-16; Sal. 145; Hebreos 9,
24-28; Marcos 12, 38-44
Siempre lo recuerdo como el regalo más
hermoso que he recibido. Me habían hablado de una mujer mayor y muy pobre que
estaba enferma, atendida en la medida que podía por un hijo ya en cierto modo
mayor también y que vivía muy lejos entre los montes de aquel pueblo donde entonces
estaba como párroco; me dispuse a ir a visitarla y tras la sorpresa de mi
llegada, la dificultad para entendernos por su casi ceguera y sordera, al final
me reconoció y con emoción recuerdo aún la alegría con que me recibió; no sabía
como agradecérmelo y en su pobreza quería hacerme algún presente; abrió uno de
aquellos cajones de tea que entonces se usaban para guardar sus pertenencias y
allí tenía prensados unos higos pasados, que de alguna manera guardaba para su propia
alimentación; como pudo trató de sacar un puñado grande de aquellos higos como
un regalo que desde su pobreza pero en su alegría y generosidad quería
compartir conmigo.
Podemos estar seguros que de la casa de
un pobre si a ellos nos acercamos con generosidad de corazón nunca saldremos
con las manos vacías. Allí leí aquel día plasmado en aquella mujer una página
del evangelio. Un gran regalo recibí yo aquel día a través de aquel puñado de
higos pasados.
Es lo que vemos hoy en el evangelio.
Jesús estaba a la entrada del templo sentado enfrente del arca de las ofrendas
y desde allí enseñaba a los discípulos reunidos en torno a El. Pero sus ojos
estaban atentos para captar donde se desarrollaba un gesto maravilloso de
generosidad y de desprendimiento. Mientras los que entraban echaban sus
ofrendas en el arca, algunos quizá con pomposidad manifiesta para que se notara
lo generosos que querían aparentar en lo que allí depositaban, una anciana
viuda silenciosamente y sin que nadie se percatara dejó caer su humilde ofrenda
de dos monedillas que era todo lo que tenía para vivir. Sólo los ojos de Jesús
supieron percatarse de lo que allí sucedía y de la grandeza del corazón de
aquella anciana.
Es lo que Jesús quiere destacar. ‘En
verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más
que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa
necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Es el interrogante que se plantea en
nuestro corazón. ¿Hasta donde llega nuestra generosidad? ¿Hasta donde somos
capaces de desprendernos de lo que tenemos? ¿Si solo damos cuando nos sobra qué
valor tiene eso? Nosotros, hemos de reconocerlo, que siempre estamos haciendo
nuestros cálculos, hasta dónde puedo llegar, cuáles son los imprevistos que se
me pueden presentar, cuánto va a quedar para mí. La generosidad y la gratuidad
están en merma en nuestros corazones.
Una generosidad y una gratuidad que
tiene que aprender a mirar a los ojos de la persona a la que vamos a ayudar,
una generosidad que tiene que saber tender la mano con humildad pero con la
ternura del amor para acercarse a aquel con quien compartimos; pero una
generosidad y una gratuidad que no tiene que mirar colores de piel ni
procedencias, que no tiene que hacer juicio de la vida de aquellos a los que
damos, ni buscar preferencias en aquellos que nos pudieran parecer más merecedores.
Una generosidad y una gratuidad en la
que no es tan importante lo que se puedan vaciar nuestros bolsillos, sino ser
capaces de vaciarnos de vanidades y de orgullos, de búsquedas de
reconocimientos o de gratitudes, de actitudes egoístas o posturas de comodidad.
Si faltan estas condiciones aunque quizás demos mucho está mermada en nuestro
corazón la generosidad.
Jesús les decía los discípulos que
tuvieran cuidado de no contagiarse de las actitudes de los escribas y de los
fariseos con sus vanidades y con sus orgullos, buscando primeros puestos o
lugares de honor, buscando reconocimientos y gratitudes, a costa quizás de la
manipulación que hacen de los demás. Cuidado que esas vanidades no se nos metan
también en el alma a nosotros buscando también halagos y gratitudes por aquello
que con generosidad de corazón tendríamos que hacer, cuidado con esas disimuladas
posturas que ocultan la pobreza de nuestro corazón.
Seamos además capaces también de saber
apreciar el altruismo, la generosidad, la gratuidad y el desprendimiento de
muchas personas nuestro alrededor. Hay personas así, como aquella viuda del
evangelio o como aquella mujer de Sarepta de Sidón de la que nos habla la
primera lectura; hay personas que no destacan, que parece que no levantan un
palmo del suelo por la humildad con que van por la vida, pero que van con un
corazón generoso y desprendido y tienen un alma grande.
Nos quejamos con demasiada frecuencia
de las oscuridades de la vida, pero es que quizá no tenemos ojos limpios y bien
abiertos para percatarnos de esa generosidad de corazón de tantos a nuestro
lado. Será la viejita que te da el puñado de higos pasados, o será la persona
sencilla que te ofrece el vaso de agua fresca de su sonrisa, será la persona
que silenciosamente pone su humilde ofrenda en el templo, o será quien se
acerca a casa del vecino para compartir el perejil de su pobreza. Pero muchas
personas hay con generoso corazón y no siempre somos capaces de verlo.
No vamos a hacerles homenajes porque
ellos tampoco los quieren, pero si desde lo más hondo de nosotros mismos hemos
de saber hacer ese reconocimiento y aprender esa lección.
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