Que
cuando hablamos de Iglesia no nos venga enseguida la imagen de grandes templos
o basílicas, sino la imagen de los cristianos verdadero signo de la presencia
de Jesús
Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12; Sal 45;
1Corintios 3, 9c-11. 16-17; Juan 2, 13-22
Nos gusta tener nuestra casa ordenada y limpia. Hay quienes se lo toman como una obsesión y pareciera que vivieran esclavos de la casa, de su limpieza, del orden que habría que tener en ella. Pero nos gusta a todos que sea acogedora, que nos sintamos a gusto, que tengamos lo que necesitamos a mano, que quien llegue a las puertas de nuestra casa se sienta invitado, no solo con nuestras palabras, sino por la suave fragancia que brota de ella con nuestra acogida y con los detalles que les ofrecemos; ahí está otro de los detalles, cuando recibimos a alguien siempre queremos ofrecerle algo, queremos tener un presente para que se sienta bien.
Ahí está el café que inmediatamente se prepara en las casas de
nuestra tierra. Pero será también nuestra presencia la que hará que en verdad
quienes nos visitan se sientan en verdad acogidos.
Sin embargo,
habremos tenido en alguna ocasión la sensación de desorden y dejadez cuando
hemos llegado a algún lugar. No es la pobreza material, sino quizá la pobreza
de espíritu de los que allí habitan, que lo hacen de cualquier manera y no se
preocupan lo más mínimo por hacer acogedor su hogar. Yo conozco personas que
cuando tienen cierta confianza y llegan a un lugar así inmediatamente sin que
nadie se lo pide se ponen a ordenar, a colocar las cosas en su sitio, a tratar
de limpiar en lo que les dejen. No soportan que los que allí viven lo hagan de
esa forma y den esa sensación a quienes llegan. Alguna vez lo habremos sentido
así en la casa de un amigo o de un familiar muy querido y hemos tratado de
ponernos a hacer algo con la mayor delicadeza del mundo.
Hoy vemos que
Jesús llegó al templo de Jerusalén y ya no lo pudo soportar más. Se lió a
porrazos con los vendedores que se habían apoderado de los atrios del templo convirtiéndolo
en un mercado. Quizá valiéndose de la necesidad de tener a punto los animales
para los sacrificios, o los cambios de monedas para las ofrendas que no se
podían hacer sino con las monedas propias del templo, se había levantado aquel
tremendo tinglado que Jesús no puede soportar. Aquel lugar tenía que ser casa
de oración y como les dice Jesús lo han convertido en un mercado y en una cueva
de bandidos. Ya le echarán en cara a Jesús con qué autoridad se había atrevido
a realizar aquella acción de limpieza del templo.
Pero Jesús
todo eso quiere convertirlo para nosotros en una parábola profética. Las
parábolas no son solo palabras, sino que pueden ser gestos que se realizan y
que tienen ese sentido profético para nuestras vidas. Estamos acostumbrados
solo a ver las parábolas que se nos ofrecen en los evangelios pero a lo largo
del antiguo testamento sobre todo con los profetas podremos ver muchos gestos
que son verdaderas parábolas para el pueblo por los hechos que realizan los
profetas.
Hoy cuando le
piden explicaciones a Jesús, les dice que destruyan ese templo que El en tres
días podrá reedificarlo. No entenderán entonces las palabras de Jesús que
servirán incluso para la acusación ante el Sanedrín, pero el evangelista ya con
la inspiración del Espíritu podrá decirnos que se refería a su cuerpo y estaba
hablando de su muerte y de su resurrección.
Pero, ¿quién
es hoy el cuerpo de Cristo al que Jesús para nosotros se estará refiriendo? Ese
cuerpo somos nosotros; recordemos que san Pablo nos hablará del Cuerpo Místico
de Cristo que formamos todos los que creemos en El. Es una referencia a la
comunidad de los creyentes y es una referencia a la Iglesia. Nos estará
hablando de esa purificación que tendrá que haber en nuestra vida para que en
verdad podamos ser ese templo vivo de Dios, esa morada del Espíritu, pero nos
está hablando también de su Cuerpo que es la Iglesia.
La Iglesia
que tiene que ser esa casa acogedora para que todos en ella nos sintamos a
gusto; la Iglesia que tiene que ser esa casa de puertas abiertas para que todos
puedan llegar a su seno y se sientan a gusto en ella porque en verdad nos
sintamos esa morada de Dios en medio del mundo. ¿Cuál es el signo que damos los
cristianos en medio del mundo que nos rodea? ¿Cuál es el signo que manifiesta
la Iglesia?
Es de algo de
lo que en verdad tendríamos todos que preocuparnos. Pero algunas veces andamos
un poco confundidos. Las mismas expresiones que utilizamos algunas veces se nos
vuelven ambiguas sin saber bien a lo que nos estamos refiriendo. Y hablamos de
Iglesia y enseguida pensamos en nuestros templos y cada uno sentimos el orgullo
del templo de nuestro pueblo, de nuestra comunidad y quizás nos gastamos y
desgastamos incluso más de lo que tenemos por tenerlo bello, por tenerlo
adornado, por llenarlo de esplendor y algunas veces, tenemos que reconocerlo
también, de mucho boato.
Pero ¿cuál es
el templo que tenemos que cuidar? ¿Qué es lo que en verdad tendría que
preocuparnos? Como nos preguntábamos antes, ¿cuál es la imagen como Iglesia que
nosotros damos ante el mundo que nos rodea? Hablábamos al principio de esa casa
limpia y acogedora donde queremos sentirnos a gusto, ¿será así cómo nos
sentimos en la Iglesia? Y no estoy hablando de cuando estamos reunidos en la
iglesia, en el templo, sino, ya sea cuando estamos reunidos como comunidad
cristiana, o a través de lo que como cristianos nosotros estamos realizando,
¿qué imagen atrayente damos a los demás para que también los otros quieran ser
y participar de la vida de esa comunidad?
Creo que
muchas cosas tendríamos que purificar en nuestra mente, en nuestra manera de
actuar como cristianos, y en la forma como la Iglesia se presenta ante el
mundo. Que cuando hablamos de Iglesia no nos venga enseguida la imagen de
grandes templos, basílicas o catedrales, sino la imagen de unos cristianos que
viven dando la señal de la presencia de Jesús. Eso es en verdad lo que nos tendría
que obsesionar de la limpieza y del ordenar nuestra casa que es la Iglesia.
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