Dejemos
que Jesús toque nuestro corazón para ser ese hombre nuevo que saber ir siempre
al encuentro de los demás rompiendo tantas barreras de incomunicación
Génesis 3,1-8; Sal 31; Marcos 7,31 37
Vivir incomunicados es una oscuridad
muy grande que se abate sobre la vida y nos paraliza. En muchos grados, en
muchas clases de incomunicación podemos fijarnos y a cada cual más paralizante.
¿Qué nos ha pasado en este año que llevamos de confinamientos, de limitación de
movimientos, de encierros en casa y todo lo que han significado las
consecuencias de la pandemia que estamos viviendo? Como decíamos, parece que
nos encontramos paralizados; aunque hoy no nos faltan otros medios para
relacionarnos con los demás nos ha faltado ese contacto directo con familiares,
con amigos, con vecinos, con compañeros de trabajo, con todas esas personas con
las que habitualmente nos relacionamos.
Cuánto hemos ansiado poder
encontrarnos, poder vernos, poder darnos un abrazo, poder sentir esa cercanía
del amigo, del ser querido; parece que nos ha faltado su olor, el sonido de sus
pasos, su silueta que éramos capaces de soñarla en la lejanía. Y he querido
comenzar fijándonos en esta incomunicación que se nos ha impuesto, pero cuando
hablamos de incomunicación podemos hablar de muchos aspectos, de muchas formas
de incomunicación que podemos llevar impuestas, como cargadas sobre nosotros, o
que muchas veces de manera malévola podemos imponernos unos a otros.
En esas cargas que nos limitan la
comunicación y la relación podemos pensar, y es en la mayoría de la veces en lo
primero que pensamos, en esas limitaciones de nuestros sentidos o de los órganos
de nuestro cuerpo. Será el invidente, como podemos referirnos también al
sordomudo; cuántas sombras se abaten sobre su vida y ahora es no porque nos lo impongamos
nosotros para impedir otros males peores, sino que ha sido la naturaleza la que
ha producido esas limitaciones en nuestra vida.
Pero claro podemos pensar en las
limitaciones que nos imponemos los unos a los otros, cuando por ejemplo nos
aislamos, y no es que nosotros busquemos para nosotros mismos el aislamiento,
sino cuando queremos aislar a los demás; barreras que nos interponemos los unos
a los otros con nuestras discriminaciones, o con nuestros juicios que condenan
a los demás; de muchas forma producimos ese aislamiento cuando nos negamos la
palabra, el pan o la sal de nuestras relaciones bien porque nosotros nos
subimos sobre pedestales para distinguirnos de los demás, o bien cuando
marcamos a los otros dejándolos al borde del camino de la vida con nuestro
desprecio o nuestras minusvaloración.
El evangelio nos ha hablado de un
sordomudo que apenas podía hablar y uno tiene que considerar lo duro que tendrá
que ser para una persona que no pueda expresarse y comunicarse con los demás;
porque ni oímos lo que los otros quieran o puedan decirnos ni podemos hablar
para decir al otro y comunicar nuestro pensamiento o nuestros deseos. No vamos
a pensar cuánto se haya logrado hoy día con el lenguaje de los signos a través
de los cuales se comunican los sordomudos, porque no es una posibilidad para
todos y porque para llegar a esa comunicación hay que hacer un recorrido muy
largo.
Un mundo de incomunicación que nos
paraliza; confieso que cuando me encuentro con una persona que sufre esta limitación
yo también me siento paralizado por no poder expresarme de manera que el otro
me pueda entender. Por eso he querido extender ese campo de incomunicación que
muchas veces nos creamos entre unos y otros. Porque bien sabemos cuántas
pasiones llevamos dentro de nosotros que nos hacen actuar de manera que hacemos
daño a los demás y así vamos creando barreras y aislamientos entre nosotros. Hoy
en un mundo de muchas palabras, grande sin embargo es la incomunicación que nos
hemos creado entre unos y otros. Ya no son las limitaciones de la propia
naturaleza sino que somos nosotros los hacemos ese mundo de sordos en que no
nos queremos escuchar.
Hay algo hermoso que nos da esperanza
en el texto del evangelio, sin dejar de decir que el evangelio siempre es
esperanza para el creyente. En este caso es la intercesión de la gente por este
sordomudo. Le pedían a Jesús que le impusiese su mano para curarlo.
Jesús también llega a nosotros y nos
dice ‘Effetá’ para abrir nuestros oídos y nuestros labios, para abrir nuestro
espíritu y nuestro corazón, para hacer que abramos las puertas de la vida a los
demás o para que nosotros salgamos de nuestro encierro, de nosotros mismos para
ir al encuentro de los otros. Pensemos cada uno lo que necesitamos abrir porque
hay muchas cosas cerradas que nos incomunican en nosotros. Cuántas cosas siguen
paralizándonos, llenándonos de oscuridad, creando barreras, distanciándonos de
los otros. Dejemos que Jesús toque nuestro corazón para ser ese hombre nuevo
que saber ir siempre al encuentro de los demás.
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