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viernes, 12 de febrero de 2021

Dejemos que Jesús toque nuestro corazón para ser ese hombre nuevo que saber ir siempre al encuentro de los demás rompiendo tantas barreras de incomunicación

 


Dejemos que Jesús toque nuestro corazón para ser ese hombre nuevo que saber ir siempre al encuentro de los demás rompiendo tantas barreras de incomunicación

Génesis 3,1-8; Sal 31; Marcos 7,31 37

Vivir incomunicados es una oscuridad muy grande que se abate sobre la vida y nos paraliza. En muchos grados, en muchas clases de incomunicación podemos fijarnos y a cada cual más paralizante. ¿Qué nos ha pasado en este año que llevamos de confinamientos, de limitación de movimientos, de encierros en casa y todo lo que han significado las consecuencias de la pandemia que estamos viviendo? Como decíamos, parece que nos encontramos paralizados; aunque hoy no nos faltan otros medios para relacionarnos con los demás nos ha faltado ese contacto directo con familiares, con amigos, con vecinos, con compañeros de trabajo, con todas esas personas con las que habitualmente nos relacionamos.

Cuánto hemos ansiado poder encontrarnos, poder vernos, poder darnos un abrazo, poder sentir esa cercanía del amigo, del ser querido; parece que nos ha faltado su olor, el sonido de sus pasos, su silueta que éramos capaces de soñarla en la lejanía. Y he querido comenzar fijándonos en esta incomunicación que se nos ha impuesto, pero cuando hablamos de incomunicación podemos hablar de muchos aspectos, de muchas formas de incomunicación que podemos llevar impuestas, como cargadas sobre nosotros, o que muchas veces de manera malévola podemos imponernos unos a otros.

En esas cargas que nos limitan la comunicación y la relación podemos pensar, y es en la mayoría de la veces en lo primero que pensamos, en esas limitaciones de nuestros sentidos o de los órganos de nuestro cuerpo. Será el invidente, como podemos referirnos también al sordomudo; cuántas sombras se abaten sobre su vida y ahora es no porque nos lo impongamos nosotros para impedir otros males peores, sino que ha sido la naturaleza la que ha producido esas limitaciones en nuestra vida.

Pero claro podemos pensar en las limitaciones que nos imponemos los unos a los otros, cuando por ejemplo nos aislamos, y no es que nosotros busquemos para nosotros mismos el aislamiento, sino cuando queremos aislar a los demás; barreras que nos interponemos los unos a los otros con nuestras discriminaciones, o con nuestros juicios que condenan a los demás; de muchas forma producimos ese aislamiento cuando nos negamos la palabra, el pan o la sal de nuestras relaciones bien porque nosotros nos subimos sobre pedestales para distinguirnos de los demás, o bien cuando marcamos a los otros dejándolos al borde del camino de la vida con nuestro desprecio o nuestras minusvaloración.

El evangelio nos ha hablado de un sordomudo que apenas podía hablar y uno tiene que considerar lo duro que tendrá que ser para una persona que no pueda expresarse y comunicarse con los demás; porque ni oímos lo que los otros quieran o puedan decirnos ni podemos hablar para decir al otro y comunicar nuestro pensamiento o nuestros deseos. No vamos a pensar cuánto se haya logrado hoy día con el lenguaje de los signos a través de los cuales se comunican los sordomudos, porque no es una posibilidad para todos y porque para llegar a esa comunicación hay que hacer un recorrido muy largo.

Un mundo de incomunicación que nos paraliza; confieso que cuando me encuentro con una persona que sufre esta limitación yo también me siento paralizado por no poder expresarme de manera que el otro me pueda entender. Por eso he querido extender ese campo de incomunicación que muchas veces nos creamos entre unos y otros. Porque bien sabemos cuántas pasiones llevamos dentro de nosotros que nos hacen actuar de manera que hacemos daño a los demás y así vamos creando barreras y aislamientos entre nosotros. Hoy en un mundo de muchas palabras, grande sin embargo es la incomunicación que nos hemos creado entre unos y otros. Ya no son las limitaciones de la propia naturaleza sino que somos nosotros los hacemos ese mundo de sordos en que no nos queremos escuchar.

Hay algo hermoso que nos da esperanza en el texto del evangelio, sin dejar de decir que el evangelio siempre es esperanza para el creyente. En este caso es la intercesión de la gente por este sordomudo. Le pedían a Jesús que le impusiese su mano para curarlo.

Jesús también llega a nosotros y nos dice ‘Effetá’ para abrir nuestros oídos y nuestros labios, para abrir nuestro espíritu y nuestro corazón, para hacer que abramos las puertas de la vida a los demás o para que nosotros salgamos de nuestro encierro, de nosotros mismos para ir al encuentro de los otros. Pensemos cada uno lo que necesitamos abrir porque hay muchas cosas cerradas que nos incomunican en nosotros. Cuántas cosas siguen paralizándonos, llenándonos de oscuridad, creando barreras, distanciándonos de los otros. Dejemos que Jesús toque nuestro corazón para ser ese hombre nuevo que saber ir siempre al encuentro de los demás.

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