Viviendo la
autenticidad y la sinceridad gustaremos de la misericordia de Dios y
aprenderemos a ser humildes y compasivos
Génesis 2,4b-9.15-17; Sal 103; Marcos
7,14-23
Necesitamos vivir en la autenticidad, quitándonos
las caretas de las apariencias y vanidades, dejando de aparentar lo que
realmente no somos. A veces somos lobos con piel de carneros; queremos aparecer
como cumplidores, aparentar una bondad que no tenemos, disimular aquello que
bien sabemos que son nuestras piedras de tropezar; aparecemos con carita de
buenos, pero vete a saber lo que llevamos por dentro, nuestras malas
intenciones, la doblez de nuestra vida, llenos de malos deseos que queremos no
controlar, sino disimular. ¿Dónde está la sinceridad y autenticidad de nuestra
vida?
Y digo no controlar, sino disimular
porque parece que fuera la tarea fácil; ese control de nosotros mismos, ese
dominio de nuestra persona, nuestro carácter y temperamento se nos hace difícil
y nos brota cuando menos lo esperamos ese incendio de la ira, esos eructos de
orgullo y de soberbia que al final nos hacen bien difícil la convivencia;
nuestra tarea sería tener ese dominio de nosotros mismos para controlar esos
impulsos, para encauzar esa fuerza y ese fuego que llevamos por dentro pero
para hacer lo bueno con la misma pasión.
Eso que llevamos por dentro es lo que
tendríamos que controlar y no quedarnos en apariencias ficticias que se
convierten en vanidad y alimentan nuestro orgullo. Es lo que quiere decirnos,
entre otras cosas, Jesús hoy en el evangelio. Sigue rondando lo que ya antes
había corregido a los fariseos tan pendientes del cumplimiento ficticio que lo
traducían en nimiedades como el hecho de lavarse o no las manos cuando
regresaban de la plaza, como ayer ya reflexionamos. Si comían con manos
impuras, decían, estaban comiendo impureza, se estaban convirtiendo en personas
impuras; eso llevaba al trato y convivencia que se convertía en inhumano, por
ejemplo, con los enfermos sobre todo los leprosos, eso hacia referencia a todo
lo que pudiera ser estar en contacto con sangre o todo efluvio de humores del
cuerpo, y así muchas cosas más que podían hacerlo impuros, pero desde fuera.
Jesús hoy les dice que no, que se miren
por dentro, que miren donde están sus malas intenciones y deseos, de donde
brotan los orgullos y el amor propio, desde donde aparece la vanidad, desde
donde brotan esas palabras que se pueden convertir en injuriosas o insultantes
contra los demás, desde donde fluya la frivolidad de la vida. Ahí tenemos que
ver el mal que nos corroe, nos llena de podredumbre y con la que podemos dañar
a los demás. Eso es lo que en verdad tenemos que cuidar, no en lo que entra por
la boca, que en fin de cuentas al final va a parar a la letrina, como
claramente lo dice.
Por eso, como decíamos al principio,
necesitamos más autenticidad en nuestra vida, más sinceridad con nosotros
mismos que se ha de traducir también con la sinceridad, humildad y sencillez
con que hemos de tratar a los demás. Pero cuando sabemos ser humildes,
reconocer sinceramente los defectos o fallos que tenemos por dentro, por la
verdad con que vivimos la vida seguramente que no seremos exigentes ni
intransigentes con los demás, sino que sabremos respetarnos, apoyarnos,
ayudarnos mutuamente a hacer el camino sabiendo que todos tenemos piedras con las
que podemos tropezar.
Ya nos dirá Jesús en otro momento que
tenemos que ser compasivos y misericordiosos con los demás, pero eso va a
surgir casi de forma espontánea cuando aprendemos a sentir en nosotros también
esa compasión y misericordia. El amor que recibimos y el amor con que queremos
vivir nos hacen ser sinceros y nos hace ser humildes.
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