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viernes, 30 de octubre de 2020

Quizás seamos los que llevemos la miseria en el corazón porque no somos capaces de tener misericordia con el hermano, mientras decimos que amamos tanto al Señor

 


Quizás seamos los que llevemos la miseria en el corazón porque no somos capaces de tener misericordia con el hermano, mientras decimos que amamos tanto al Señor

 Filipenses 1, 1-11; Sal 110; Lucas 14, 1-6

El creyente dice por encima de todo está Dios. Es cierto, es nuestra fe. Y Dios es solamente uno, y a Dios tenemos que amarle sobre todas las cosas, como decimos en nuestra formulación breve del catecismo. En consecuencia, decimos, nada ni nadie puede superar ese amor que le tenemos a Dios, nada ni nadie podemos poner por encima de Dios. Decimos que cuando ponemos algo sobre Dios estamos cometiendo idolatría, porque adoramos a quien no es Dios. Hasta aquí, podemos decir, todo correcto.

¿Y qué lugar ocupa el hombre? ¿Qué lugar ocupamos nosotros? ¿Podemos sustituir a Dios o convertirnos nosotros en Dios? Algunas veces quizás nos idolatramos a nosotros mismos, cuando queremos poner nuestra voluntad por encima de lo que es la voluntad de Dios. Pero precisamente es aquí donde el mensaje nuevo de Jesús, el mensaje del Reino de Dios que Jesús nos proclama nos va poniendo, por así decirlo, unos matices distintos. Y es que para Jesús, y nos enseña que para Dios, el importante es el hombre, es la persona.

En primer lugar quizá tendríamos que recordar aquella primera página de la Biblia donde se nos habla de la creación y de la creación del hombre y ya allí se nos dice que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Cuando Dios crea al hombre no quiere hacer de él una criatura cualquiera, ‘hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’ y a imagen de Dios nos creó. Aquí empezamos a ver la maravilla.

Pero luego Jesús nos irá recalcando en el evangelio continuamente el valor de la persona humana, el valor del hombre y no me importa emplear este lenguaje de toda la vida, porque nos estamos refiriendo por igual al hombre y a la mujer, al varón y a la hembra. Hoy es una muestra de ello, pero no hace mucho hemos recordado aquel pasaje del evangelio en que le preguntan cuál es el mandamiento principal y nos habla del amor a Dios con todo el corazón, con todo el alma, con todo el ser, pero nos dice a continuación y el segundo es semejante a este, amarás a tu prójimo como a tí mismo. Un amor semejante al que le tenemos a Dios hemos de tenerle a nuestro prójimo, sea quien sea. Maravillas de Dios, tenemos que volver a decir.

Y es lo que Jesús nos quiere resaltar hoy como en tantos otros pasajes del evangelio, que por así decirlo se convierten siempre en la defensa del hombre, en la defensa del ser humano. Hoy será con ocasión de aquel hombre con su mano paralizada que está allí en medio de ellos cuando le invitan a comer en casa de un fariseo. Pero es sábado y el sábado no se puede curar; en la visión estricta de los fariseos el sábado estaba dedicado totalmente a Dios y no se podía trabajar, entonces, como Jesús les hace ver, ¿tenemos que dejar a una persona en su sufrimiento porque ese día no podemos curar por estar dedicado totalmente al culto del Señor?

El culto que el Señor quiere, y ya lo decían también los profetas, es abrir las prisiones injustas, vestir al que ves desnudo, enternecerte en tu propia carne ante el sufrimiento del hermano para ayudarle, para curarle. Es lo que hace Jesús con gran escándalo de los fariseos que sin embargo no saben qué decir. El hombre está por encima de todas nuestras leyes y nuestras normas, y poner al hombre por encima de todo lo hacemos porque en verdad Dios está por encima de todo y lo que Dios siempre quiere es la felicidad y el bien del hombre.

Ya decíamos que Jesús en todo su evangelio nos va dando siempre esta valoración de la persona, que es lo que agrada a Dios; podríamos recordar muchos pasajes pero podemos traer a colación la parábola del buen samaritano. ‘Acaso por llegar temprano al templo’, como cantamos también en un canto de celebración, aquel sacerdote y aquel levita pasaron de largo ante el hombre caído a la orilla del camino. Pero, ¿quién se portó como verdadero prójimo del caído? Aquel que se bajó de su cabalgadura para montar al  herido y llevarlo donde fuera en verdad socorrido.

¿Será esa nuestra manera de actuar? ¿Será esa la valoración que hacemos de toda persona? ¿Será así cómo levantamos al caído? ¿No nos haremos nuestras distinciones y acaso nos apartamos a un lado por miedo a ‘contagiarnos’ cuando nos encontramos al paso a determinadas personas quizá con sus vicios y con sus miserias? ¿Quién será entonces el que lleva la miseria en el corazón porque no es capaz de tener misericordia con el hermano, mientras dice que ama tanto al Señor?

Reconozcamos que nos cuesta cambiar muchas cosas en nuestra mentalidad, en nuestras costumbres y rutinas.

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